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jueves, 28 marzo, 2024

CRÓNICA | una vez un pran

"No sé exactamente cuánto tiempo ha pasado, pero en determinado momento siento que alguien se acerca. Es un gordito de aspecto bonachón, más bien bajo, rondando los cuarenta y vestido con chores de basquetbolista y una chaqueta azul oscuro. 'Mucho gusto, Teófilo' dice sin más. 'Vengan conmigo'"

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Texto y fotos: Javier Melero De Luca

Es una mañana de marzo de 2011. Hace un día soleado y caluroso, como suelen ser los días en la isla de Margarita. Porlamar está extrañamente tranquila para los ojos del navegao, tal vez porque las jaurías de turistas no han llegado aún a desbordarlo todo -o porque ya se fueron.

El paisaje alrededor de la carretera que lleva hacia el internado Judicial de San Antonio, mejor conocido como la cárcel de Margarita, lo conocen muchos venezolanos; es la misma vía semi desértica que va de Punta de Piedras a Porlamar cuando uno llega en el ferry y que, con algo de imaginación, recuerda los fotogramas xerófilos de Arizona o Nuevo México, tan típicos de las películas del lejano oeste.

Voy en un Fiat pequeño, blanco, rojo y negro, alquilado por propósitos exclusivamente profesionales y de presupuesto. ¿La misión? encontrarnos con el entonces Ministro de Interior y Justicia, Tarek El Aissami, para que nos otorgue el permiso de filmar un documental dentro de 5 cárceles venezolanas. Al parecer,  al gobierno no le hace mucha gracia que haya cineastas con cámaras dentro de las cárceles.

El coordinador del Sistema de Orquestas Penitenciarias, un tachirense amable y educado, nos había dado el pitazo de que el ministro iba a estar ahí inaugurando un nuevo núcleo de El Sistema, y nos recomendó darle «caza» para conseguir los accesos con mayor celeridad.

Después de unos 20 minutos de autopista polvorienta, en la que se repiten los dátiles criollos y algunas galleras más o menos clandestinas, llegamos a la cárcel de Margarita. El perímetro coincide con la imagen estereotipada que uno tiene de cualquier cárcel del mundo: muros altos, cercas de ciclón con alambres de púas y torretas de vigilancia. Ese día, por la inminente visita del ministro, hay una especial cantidad de Guardias Nacionales agrupados aquí y allá.

Estacionamos el carro donde podemos y caminamos con nuestras cámaras hacia el portón principal. Ahí, un GN nos registra los bolsos y nos hace esperar de pie por un tiempo indeterminado que, bajo el sol isleño, parece una eternidad.

La actitud cordial del soldado, el movimiento rumiante y la protuberancia que tiene en el cachete me animan a preguntarle «¿Eso es chimó?». Por toda respuesta, el guardia se lleva una mano al bolsillo del uniforme, extrae una lata circular que me recuerda a un pote de betún y, con una sonrisa que no puedo comprender, extiende el brazo hacia mí «¿Quiere?»

Para no hacer un desplante, pellizco un poco de aquella pasta marrón oscura y me la llevo a la boca. El regalo viene con instrucciones de acento andino “Póngaselo debajo de la lengua y no se lo trague”. Sin más, asiento y hago.

No he terminado de cerrar la boca cuando otro guardia anuncia que se nos ha concedido el acceso; tomamos nuestros corotos y echamos a andar por una caminería de cemento que serpea a través de un patio de tierra en el que muy pocas trinitarias se atreven a desafiar al clima con una flor.

El camino dirige a una oficina celeste y blanca de la que sobresalen unos aires de ventana ruidosos y poco estéticos. Pero mucho antes de llegar a la puerta, la caminería, ya sinuosa de por sí, comienza a curvarse en ángulos imposibles. Un mareo súbito e intenso y un sudor frío son el legado fisiológico del chimó. Es ahí cuando entiendo la sonrisa inexplicable del GN.

Como no puedo entrevistarme con nadie en ese estado, y mucho menos con el coordinador nacional del sistema de orquestas penitenciarias, me tumbo en la banca más cercana. Ahí, jurándome a mí mismo jamás volver a acercarme al chimó, capeo la sobredosis de nicotina sublingual.

Una vez repuesto, retomo el camino y entro en la oficina albiceleste. El golpe de frío me empaña los lentes; tanto, que apenas puedo atinar a darle la mano a mi interlocutor. «Vengan conmigo».

Salimos por la puerta trasera de la oficina y, al cruzar el umbral, puedo asegurar que pasaron simultáneamente dos cosas: primero, comenzaron a derrumbarse todas las pre-concepciones que tenía sobre lo que es o debe ser una cárcel. Y segundo, fue el final de la jurisdicción del Estado venezolano sobre ese pedazo de territorio.

La idea que uno tiene sobre una cárcel, al menos la idea que yo tenía, era absurdamente hollywoodense: celdas con puertas de barrotes metálicos, presos numerados con overoles anaranjados, filas indias y bandejas plásticas para recibir las raciones en el comedor.

¿El primer izquierdazo contra el estereotipo? Tres chivitos negros yacen plácidamente en una esquina y un par de gallinas picotean sobre un terraplén.

Lo más impactante, sin embargo, no son los animales de corral, sino el hecho de que exactamente en el mismo espacio en que yo estoy hay cientos de presos caminando a sus anchas de aquí para allá, sin celdas, sin muros, sin barrotes y, sobre todo, sin presencia de ningún cuerpo de seguridad del Estado.

Para una persona que ha pasado su vida entera en Venezuela, huyéndole o temiéndole a los malandros, darse cuenta de que esa multitud está compuesta en buena parte por secuestradores, asesinos, ladrones de carros, jíbaros, atracadores, violadores o proxenetas es, cuando menos, intimidante.

En un costado, un grupo de internos con instrumentos y atriles ensayan su presentación musical para el Ministro: son los miembros del núcleo del Sistema. Es ahí donde se supone que debemos estar con nuestras cámaras, pero el lugar es tan interesante y tan fuera de toda expectativa, que no tardamos en comenzar a curiosear.

La mirada deriva y aparece la primera imagen interesante. Sin pensarlo, subo la cámara y ¡pum!, aprieto el disparador: pegada en la puerta del baño de damas, en negro, hay una calcomanía de tamaño considerable con la imagen del conejito de Playboy. “¿Qué significa esto?” La mirada sigue recorriendo y aparece la siguiente calcomanía del conejito, y luego otra, y otra más, todas pegadas sobre distintos lugares.

Para colmo, cuando la aparición del conejito se hace ya demasiado frecuente como para no generar preguntas, vemos junto al núcleo de la orquesta un preso con el logo de Playboy tatuado en el hombro izquierdo. Mi compañero comenta “creo que al pran de esta cárcel le dicen el Conejo” y, sin más, nos acercamos al tatuado y le preguntamos a quemarropa “Pana, ¿tú eres el Conejo?”.

La reacción del tatuado es peculiar, una mezcla de incredulidad y desconcierto; tanto que, por un momento, temo haber cometido una indiscreción imperdonable para las normas del manual de Carreño penitenciario.»Nooo, yo no, ¿pero ustedes quieren conocer al Conejo?» Mi compañero y yo nos miramos perplejos, y eso parece suficiente para nuestro interlocutor. «Espérense aquí».

La mirada ladina del interno, los prejuicios personales y las paranoias más o menos justificadas se juntaron para hacerme arrepentir de mi atrevimiento.

El núcleo de la orquesta seguía ensayando, así que intento olvidar el encuentro con «el tatuado» y me enfoco en tomar fotos a los músicos y esperar al Ministro.

No sé exactamente cuánto tiempo ha pasado, pero en determinado momento siento que alguien se acerca. Es un gordito de aspecto bonachón, más bien bajo, rondando los cuarenta y vestido con chores de basquetbolista y una chaqueta azul oscuro. «Mucho gusto, Teófilo» dice sin más. «Vengan conmigo».

Su aspecto es tan poco intimidante que mi compañero pregunta “¿Y dónde está el Conejo?” Teófilo vuelve sobre sus pasos y, con una sonrisa leve y un acento muy oriental “Soy yo pues”.

Y así, como Alicia siguió a su conejo hacia el País de las Maravillas, nosotros seguimos al nuestro hacia las profundidades de la cárcel de Margarita.

EN EL «INFIERNO» AMARILLO
El Conejo no está solo; va flanqueado por un grupo de al menos 10 personas que lo siguen con devoción. Asumo que son sus “luceros” -como llaman en Venezuela a los lugartenientes del pran. A uno de ellos se le asoma la cacha de una pistola en el cinto, pero pronto la tapa discretamente con su camisa. Mi compañero repara en el detalle y hay un juego de miradas. “Hoy no se pueden ver porque viene el Ministro”, dice.

Por lo pronto no me atrevo a levantar la cámara; no estoy seguro de si les va a gustar que tome fotos. El Conejo intuye la duda. “Tomen fotos. Quiero que la gente vea lo que se hace aquí». Si no recuerdo mal, usó la palabra «gestión».

Y así comenzó el recorrido por los intestinos de San Antonio: el Conejo a la cabeza junto a su claque y nosotros detrás, tomando fotos y asustados.

A pesar de todo, la primera sorpresa del recorrido es tener la sensación de no estar en una cárcel, sino en el centro de cualquier barriada popular venezolana, tanto por la densidad poblacional como por la libertad de movimientos: en los pasillos hay presos hablando por celular o fumando, buhoneros vendiendo conservas, cigarrillos y yesqueros, y gente haciendo cualquier cosa imaginable: desde fumar marihuana hasta jugar dominó.

La segunda sorpresa es el sonido; un sonido constante, como una salmodia de acento oriental. Y es que, desde el techo, hay una persona cubierta por un tablón que grita en una jerigonza incomprensible. Le pregunto sobre esto a uno de los luceros. “Ese es el garitero” me responde sin pudor: la versión margariteña de un recluso/centinela, el que vigila desde arriba las entradas y salidas de la prisión y da información sobre los movimientos internos. Grita todo en clave para que el pran y sus luceros se enteren… en tiempo real.

Sin detenernos entramos al primer pabellón, que es como llaman a los edificios donde están las celdas. En la puerta hay un par de internos vigilando los accesos. No la policía, no la Guardia Nacional, sino los mismos privados de libertad.

Dentro del pabellón ninguna de las celdas tiene barrotes; al contrario, son dormitorios sin puertas, más parecidos a la habitación de un hostal sobrevendido que a cualquier otra cosa. En los cuartos hay gente con cocinitas eléctricas, radios, DVDs y utensilios de cocina: tenedores, cucharas y cuchillos. De hecho hay gente cocinando mientras pasamos.

El siguiente pabellón tiene su peculiaridad. Le dicen la Iglesia, porque es donde viven los presos que se han convertido a la religión evangélica. De hecho, al fondo y muy visible, hay un espacio de culto con una tarima, un ambón, una suerte de retablo y un altar. Aunque quizá lo más curioso sea que sobre el marco de cada una de las puertas de las celdas está colgado un rótulo de madera con los nombres de las doce Tribus de Israel: Leví, Zabulón, Neftalí…

Salimos de la Iglesia. Sin darse cuenta, mi compañero se entretiene tomando fotos en los pasillos y queda atrás. Todo el grupo se enfila hacia los baños. Un preso está dentro, terminando de ducharse. Yo quedo petrificado en el umbral. Un montón de películas de cárceles me aconsejan no entrar ahí. El Conejo u otro de los luceros me invita a pasar. Me resisto con la excusa de que hay alguien bañándose, que no quiero molestar. Todos se ríen y yo maldigo mi curiosidad.

Por primera vez reparo en que estamos demasiado lejos de la gente del Sistema pero ¿qué puedo hacer a estas alturas? Básicamente estoy solo con un pran y otra docena de reclusos -sin contar al resto de la prisión. Con un nudo en la garganta, cruzo el umbral. A parte del amigo de la ducha, el sitio está vacío. A decir verdad los baños están un poco destartalados, pero todo está limpio y hay agua corriente, que es más de lo que tienen muchos venezolanos.

La luz entra a borbotones y rebota contra unas paredes sobre-saturadas de amarillo. Doy un vistazo rápido, tomo el peor par de fotos de toda mi vida y reculo hacia la salida. Hay un trío de presos plantados en la puerta pero, a medida que me acerco, se retiran inofensivamente. Suspiro aliviado, disimulando muy mal mi aprehensión. Después de todo, hay un código de ética en prisión y es bueno saber que incluye no joder documentalistas.

Ya fuera del baño, agradezco escuchar de nuevo los gritos del garitero, pero mi compañero está ahora oficialmente perdido en acción y el Conejo y sus luceros siguen llevándome por los vericuetos de San Antonio.

LOS PABELLONES DE EL CONEJO
La densidad poblacional disminuye y el paisaje cambia ligeramente. Ya no hay pabellones ni pasillos techados; ahora hay matas de mango y otros árboles isleños. El piso no es de cemento sino de tierra, y un pastor evangélico predica a un corro de presos con Biblia en mano.

El terreno se angosta porque, a lado y lado, con muy poca separación entre ellas, comienzan a desfilar pequeñas casitas de colores diversos –ranchos, como los llamamos en Venezuela.

Pregunto y me responden que son las casas que construye el Conejo. Como la prisión está sobre poblada, el pran hace nuevos “pabellones” con su propio dinero en los terrenos vacíos de la cárcel y se los alquila a los presos. Por su puesto, en todos está invariablemente pegada su insignia.

Entiendo que las cárceles deben prever maneras de hacer útil y formativa la estadía de los presos, pero lo que ocurre en San Antonio va mucho más allá. En mi recorrido vi emprendimientos de todo tipo: heladerías, herrerías, carpinterías y salones de fiestas. Y es que quien no puede comprar comida, pasa hambre. El que llegó de último y no tiene para pagar el alquiler de las celdas, duerme en el suelo o, con suerte, en un chinchorro.

El que tiene dinero, en cambio, come bien, disfruta de DirecTV y tiene una celda para él solo. No por casualidad vi pequeñas suites en San Antonio, que más que una cárcel, es el equivalente amurallado de una barriada popular: hay gente con diferentes fortunas y lo que manda es el mercado.

Ya de regreso de mi “descenso a los infiernos”, mi peculiar Virgilio me lleva a las piscinas, las canchas de bolas criollas, las galleras y las mesas de pool. Todas ellas, por supuesto, con el logo de Playboy.

Al final del tour reaparece mi compañero: se había quedado atrás y no supo cómo reencontramos, pero tuvo su propia aventura.

El Conejo nos pregunta si tenemos sed, como si fuese el anfitrión de un resort o el encargado de relaciones públicas de un nuevo desarrollo habitacional. Asentimos y, en menos de un minuto, tenemos unos jugos perfectamente refrigerados en la mano.

Cuando doy el último sorbo, miro hacia los lados buscando una papelera. El Conejo se da cuenta, chasquea los dedos e inmediatamente uno de sus seguidores corre hacia mí para quitarme el pote vacío de las manos: es el último detalle para entender el poder de un pran.

El Ministro está por llegar y la orquesta ha terminado su último ensayo. El Conejo y su gente nos llevan sanos y salvos hasta el punto de origen. Nos despedimos, pero antes de partir nos atrevemos una última vez «Sr. Teófilo, ¿nos puede dar su número de celular?». Después de todo, dicen que desde San Antonio maneja los secuestros, los robos de carros y parte del narcotráfico en el Oriente del país.

Con su media sonrisa y acariciando un perrito que sostiene en los brazos nos dice «Anoten ahí, por cualquier cosa. Uno nunca sabe». Marco los números y le doy a guardar. En la casilla del nombre escribo «El Conejo» y, por enésima vez, me recuerdo a mí mismo que el realismo mágico no podía nacer sin Latinoamérica.

El ministro nunca llegó, y aunque la viceministra de entonces nos aceptó los documentos, no sirvió de mucho: poco después explotaría una de las olas de violencia penitenciaria más importantes en la historia de Venezuela y hasta se crearía un nuevo ministerio para atenderla; pero al fin y al cabo hoy puedo escribir esta crónica y, en mi celular, tuve grabado hasta hace poco el número de El Conejo.

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