Por Francisco Rodríguez*
En los últimos dos años, Estados Unidos ha impuesto sanciones económicas cada vez más severas contra Venezuela. Estas sanciones han restringido el acceso del gobierno al financiamiento externo, han limitado su capacidad de vender activos y, más recientemente, ha impedido que le venda petróleo a Estados Unidos.
Las sanciones fueron diseñadas para cortar las ganancias del régimen de Nicolás Maduro y sus artífices dijeron que aplicarlas no generaría sufrimiento a los venezolanos. El razonamiento era que Maduro recularía de inmediato o que el ejército lo obligaría a salir antes de que las sanciones pudieran comenzar a surtir efecto.
Se equivocaron. A dos años de su entrada en vigor, Maduro sigue en el poder y su régimen se ha vuelto todavía más represivo y despiadado. La crisis de Venezuela incluso parece haber superado el corto periodo de atención que suele tener el presidente de Estados Unidos, Donald Trump. Mientras tanto, la situación de los venezolanos ha empeorado.
Después de años de mala administración y corrupción durante los gobiernos de Maduro y de su predecesor, Hugo Chávez, Venezuela ya se encontraba en una profunda crisis humanitaria. Pero en este momento, las sanciones están poniendo al país en riesgo de una catástrofe humanitaria.
En los tres meses posteriores a enero, cuando se intensificaron las sanciones, Venezuela importó apenas una tercera parte de lo que importó en el mismo periodo hace un año y menos de una décima parte de lo que compró del resto del mundo en 2012. Dado que la mayoría de la población ya está al borde de la inanición y que el país depende de importaciones para alimentarse, más recortes en las compras internacionales corren el riesgo de producir la primera hambruna en América Latina en más de un siglo.
Los riesgos de una hambruna —y lo que necesita hacerse para detenerla— no suelen estar presentes en las conversaciones de los legisladores estadounidenses ni en la oposición venezolana. Esta es la verdad incómoda sobre Venezuela: tanto los legisladores que diseñaron esta estrategia imprudente como los líderes políticos que la apoyaron podrían terminar compartiendo la responsabilidad con el régimen criminal e incompetente de Maduro por la tragedia que vive el país.
Las sanciones de 2017 impidieron que posibles socios extranjeros financiaran operaciones en el sector petrolero de Venezuela y congelaron el refinanciamiento de la deuda interna. Mi investigación muestra que, tras la primera ronda de sanciones económicas, la producción de petróleo venezolano sufrió el peor colapso que haya padecido una economía productora de petróleo sin estar en guerra ni en una huelga petrolera. Como consecuencia, la economía perdió aproximadamente 17.000 millones de dólares al año. Las operaciones que no fueron afectadas —como las alianzas comerciales con China o Rusia— tuvieron un crecimiento en la producción o se estabilizaron, mientras el resto de la industria petrolera colapsaba.
Las cosas solo empeorarán con el embargo petrolero de este año. Si tomamos la experiencia histórica de otros países que han enfrentado situaciones similares en el pasado (como Irak, Irán y Libia), la nueva ronda de sanciones petroleras podría ocasionar a la ya diezmada industria petrolera una pérdida adicional de 10.000 millones de dólares al año, lo que equivale a más de dos terceras partes de las importaciones del país en 2018.
Los expertos de la industria han confirmado que las sanciones han tenido un efecto paralizante en el sector petrolero del país. Hasta Jon Bilbao —el respetado exejecutivo de la industria petrolera a quien Juan Guaidó, reconocido por muchos como el presidente encargado de Venezuela, pidió hacerse cargo de Monómeros, la empresa de fertilizantes propiedad del Estado—, dijo en junio que si se levantaban las sanciones, la empresa podría tener ganancias en 2019 (solo en 2018, Monómeros reportó 23 millones de dólares en pérdidas).
Si les dicen a las élites intelectuales de la oposición que las sanciones están exacerbando la crisis del país es probable que en respuesta haya silencio o argumentos que afirmen que es una falacia, que la crisis económica del país comenzó desde mucho antes. Lo anterior es el equivalente lógico de decir que no se puede matar a un paciente con una enfermedad terminal.
Hay un contraste evidente entre esas afirmaciones y la postura de los venezolanos comunes y corrientes. Un sondeo reciente de Datincorp, la encuestadora local, reveló que el 68 % de los venezolanos creen que las sanciones han afectado su calidad de vida. El debate de la comunidad internacional sobre cómo ayudar a Venezuela debería centrarse en cómo evitar que cientos de miles de venezolanos mueran de hambre.
Los líderes del mundo enfrentaron el mismo dilema en Irak hace más de dos décadas. Aunque eligieron mantener vigentes las sanciones contra el régimen de Irak, crearon un programa de “petróleo por alimentos” pensado para proteger a los ciudadanos iraquíes de las consecuencias por las acciones de su gobierno.
Aunque el programa iraquí estaba plagado de corrupción, eso no quiere decir que no deberíamos optar por un programa similar en Venezuela. Un informe integral de 2005 de una comisión encabezada por Paul Volcker en el caso iraquí establece recomendaciones específicas sobre cómo dicho programa necesitaría rediseñarse para minimizar los riesgos de corrupción y garantizar que los recursos lleguen a las poblaciones vulnerables.
La realidad de las sanciones no es tan simple. Ignorar el sufrimiento que están causando no va a llevar la democracia a Venezuela. Lo que sí hará es empobrecer más a los venezolanos y hará que su difícil situación sea aún más desesperada. Las hambrunas no derrocan dictadores, solo conducen a la pérdida de vidas.
*Francisco Rodríguez es economista jefe de Torino Economics y exdirector de investigación de la Oficina de Informes sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas.
ESTE ARTÍCULO FUE PUBLICADO ORIGINALMENTE EN THE NEW YORK TIMES