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miércoles, 19 marzo, 2025

La otra identidad digital

Los millones de venezolanos que han migrado en los últimos años se comunican por los medios digitales. Parte del país se mudó a WhatsApp

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Por Julio Túpac Cabello

Me dispuse a distribuir la esquela para la misa de mi amigo fallecido el pasado diciembre y, aunque luego parece un hecho absolutamente predecible, en el momento me sorprendió: la gran mayoría, digamos el 90 o el 95 % de mis contactos -oye, estamos hablando de alrededor de doscientos contactos- viven fuera de Venezuela. ¡De todos ellos, apenas unos cuantos viven en Caracas!

La gran mayoría de la gente con la que me comunico, que además es venezolana, ¡no está en el país! Yo sé que es una verdad de Perogrullo, pero verlo en facts, en números, en hechos concretos, enseguida te pone a pensar en un momento en las consecuencias que aquello tiene y en lo que ni siquiera hemos caído en cuenta.   

Ha sido un cambio para mí. Cuando yo me fui de Caracas, que no fue para no regresar, casi nadie estaba afuera. De hecho, con frecuencia veía a mis amigos celebrar el desarrollo de sus carreras y me provocaba volver (incluso fue un plan en un momento largo). 

La diáspora venezolana: promesas y oportunidades

Pero muchas cosas han cambiado: la muerte de Chávez, el sospechoso primer triunfo de Maduro, La Salida y el encarcelamiento de Leopoldo López -que para el momento era un líder vital-, la escasez terrible, el desmantelamiento de la industria petrolera, la hiperinflación más alta que ha vivido el continente y la segunda más alta de la historia del planeta. 

Y, como consecuencia, el éxodo más grande América. Los organismos internacionales calculan que alrededor de 8 millones de personas (y contando) han salido de Venezuela desde que Nicolás Maduro tomó el poder. O sea que esa cifra no estima los millones de venezolanos que estábamos afuera desde antes. 

Todas esos datos y hechos (me quedo corto: las elecciones no competitivas del 2018, la prohibición del referendo revocatorio, la censura absoluta, los presos políticos, el sistema clandestino de torturas, el robo descarado de las elecciones de 2024) tienen su puerto de llegada en la vida personal de cada venezolano que se fue de su país. 

En mi caso, no sólo he tenido dos hijos afuera que conocen muy poco nuestra tierra, sino que parte de mi nueva identidad es ser desarraigado. Vivo en una ciudad, Miami, en la que ser emigrante es la norma (es un fenómeno único, escribí un libro sobre eso), mis afectos están aquí, unos pocos en Caracas, muchos en Madrid, en Nueva York, en Australia, en Nueva Zelanda, en Francia, en Holanda, y paro la lista ahí porque no tiene sentido nombrar todo el mapamundi. 

Mi forma de expresión más frecuente, como en este momento, es la digital. Pero no apenas porque sean los medios que norman nuestros hábitos culturales en la actualidad, que sí, sino porque además, es ahí que puedo encontrar la gente con la que comparto códigos, inquietudes y humor. Los temas que me inquietan, las ideas que necesito contrastar, las figuras en quienes confío para informarme o para hacerme pensar. 

A algunos como a mí, en parte por el arraigo, en parte por el desarraigo, lo local no nos abarca, y lo internacional tampoco. Hay un subconjunto de temas, personas e intereses que forman parte diaria de nuestro imaginario, de nuestras utopías, preocupaciones, amores y sensibilidades, retos y propósitos intelectuales. Y esa geografía se encuentra mayoritariamente en el mundo digital. 

La mayoría de mis amigos, las noticias que me interesan, los temas de los que aprendo y las novedades (personas, dialécticas y disciplinas que incorporo a mi vida) existen en el mundo web, en las redes, en el WhatsApp, en YouTube, en grupos de chat, en la prensa que busco. 

Es triste y novedoso al mismo tiempo, es un mundo que no tenía quien había quedado sin gravedad en otros tiempos. Y al mismo tiempo tiene la vacuidad y la certeza de la libertad. Esa cosa espléndida, sin límites pero vaga e inasible que comparten la libertad y el mundo virtual. Un mundo en el que puedes creer hacer lo que te da la gana, pero, tarde o temprano, tienes que cargar con la responsabilidad de tus actos, por muy virtuales que sean. 

Si la identidad fuese un gentilicio, el territorio del mío sería, al menos en parte, digital. Es un mapa que va más allá de su uso, que no solo informa, sino que forma con la información. No solo te muestra las actualizaciones de lo que no tienes cerca, sino que abunda en nostalgia, si lo necesitas. No solo te hace disponible a quienes quieres seguir, sino que te permite dialogar con ellos. 

La identidad digital es un constructo maleable y en constante cambio. 

En el mundo digital soy, como la mayoría de los míos, un venezolano con una historia compartida y otra que no. Pero, sobre todo, es un país informe en el que ejerzo el raro gentilicio de ser un venezolano de otro tiempo que ya no existe, un extranjero con un lugar que es el de los que no tienen lugar y una comunicación que prescinde, afortunada y fatalmente, del contacto físico para poder efectuarse. 

Es otra identidad digital, no de la que se habla cuando se buscan los rastros de un investigado, sino la que se ejerce como único territorio de los que quedamos desmembrados de afectos, asideros y recuerdos.  

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