Hay una ola de nostalgia hacia la Venezuela anterior al chavismo. En las redes sociales y en diversos libros y artículos de opinión se reitera la salmodia sobre nuestra «edad dorada». De más está decir que es una nostalgia razonable: con el paso de los años y la profundización del desastre, nos hemos dado cuenta de todo lo bueno que fuimos y tuvimos. No es de extrañar que mucha gente quiera volver a ese otro país. No digamos ya a la Venezuela saudita de los 70s que, para algunos, sería la ideal; si no, al menos, a aquella otra de mediados de los 90s que lanzó sus estertores en el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez.
No tengo nada en contra de la nostalgia. Es una emoción humana fundamental que, bien encausada, puede cumplir una función de preservación histórica. Lo peligroso de esta saudade, a mi juicio, no es ella misma, sino el hacernos creer —entre otras cosas— que la tan ansiada transición es un acto de magia que nos devolverá a algún punto de ese país pasado. Creo que ha llegado el momento de que, como sociedad, reconozcamos algo muy duro, pero cada vez más evidente: la Venezuela que tantos conocimos y que ahora extrañamos, ya no existe. Ese país próspero y libre desapareció en la hecatombe del chavismo y es imposible volver a el; así que, si quieren, hagamos un minuto de silencio y vistámonos de negro de una buena vez porque ese país ha muerto.
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Calma. Con esto no quiero decir que seamos incapaces de hacer que Venezuela sea de nuevo una tierra próspera y democrática; lo que quiero decir es que es imposible volver a ser exactamente lo que fuimos. Es una obviedad y, aún así, en muchos foros de opinión sigo notando un apego exacerbado por nuestra «edad dorada». Hay casi una industria cultural apostándole a ella. Normal. No sería la primera vez que nos aferramos a algo que vamos dejando de ser.
El viernes negro de 1983 fue un anticipo de ese país perdido y de nuestras manías melancólicas. La llamada «generación boba» lo padeció con dureza: toda una cohorte de gente desilusionada luego de haber vivido la mayor bonanza económica de nuestra historia hasta entonces. Como cantó Guaco en su hora, no habían asimilado el knockdown y estaban lelos todavía. Insisto, recordar es un movimiento natural, incluso conveniente, siempre y cuando no nos haga postergar más un duelo necesario: en muchos sentidos, la Venezuela anterior a Chávez se acabó. Sí, «el rey está desnudo».
La segunda cosa difícil que siento el deber de decirme en voz alta es que, probablemente, la vuelta a la democracia sea un proceso largo y penoso. Es verdad que nadie lo sabe con certeza: en la Alemania Oriental de 1988 pocos se imaginaban que el muro de Berlín caería al año siguiente, luego de más de cuatro décadas de comunismo soviético; así como los venezolanos de 1997 no nos imaginábamos que hoy estaríamos aquí.
Hay procesos históricos que percibimos de una forma extrañamente súbita, aunque, en retrospectiva, todo se vea muy claro. Lo que sugiero es imaginarnos el escenario —pura hipótesis de trabajo, si prefieren— en el que la situación actual durará todavía muchos años. Puestos en esa circunstancia, ¿qué deberíamos hacer? Lo pregunto por una razón que considero urgente: hay todo un país detenido a la espera de que la dichosa transición ocurra: proyectos de familia, ideas de negocio, emprendimientos socio-culturales y pare usted de contar. ¿No será hora de sincerar los tiempos de nuestra expectativa de cambio? Creo que, como sociedad, nos ha hecho mucho daño comprar la idea —vendida por cierto liderazgo político— de que ese cambio ocurriría pronto. Pareciera que siempre está a la vuelta de la esquina, una esquina que ya dura veinte años.
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¿No sería más sensato asumir que el cambio solo será consecuencia del esfuerzo largo y sostenido de toda una ciudadanía, tanto dentro como fuera del país? Tal vez hay que aceptar el hecho desagradable de que, probablemente, nuestros proyectos personales deban comenzar ahora o no comenzar del todo en Venezuela.
Ahora bien, ¿esta sinceración de plazos significa aceptar que la autocracia será eterna; que todo el que quiera generar una vida digna tendría que irse del país? No, ni por asomo. Lo que quiero decir es que debemos reconocer la realidad del proceso social en que estamos para terminar de desplegar la creatividad de todo un pueblo puesto en esa tesitura. Dicho de otro modo, ¿qué debemos hacer si reconocemos que los tiempos del cambio no son cortos?; ¿cuál es el nuevo «reto de las élites», por usar la conocida frase de Gil Yepes?; ¿cuál es la misión de la ciudadanía en este escenario, incluida la gigantesca diáspora venezolana? ¿Es posible que la reconstrucción no deba esperar a la transición? ¿Es factible comenzarla ahora, desde dentro del monstruo, desde el interior de la noche?
Entiendo que hay una gran parte de nuestros recursos intelectuales y materiales que deben dedicarse a atender los asuntos más urgentes. Hay, literalmente, gente muriéndose de hambre todos los días; pero debe haber también —tiene que haber— una parte del país, de nuestras élites, pensando en cosas menos apremiantes. Por ejemplo, ¿qué aprendimos de los cuarenta años de la democracia?; ¿qué cosas no deberíamos repetir? ¿Qué puede reivindicarse del modelo chavista?, ¿algo?, ¿nada? ¿Cómo será el cambio cuando ocurra?; ¿habrá justicia transicional? ¿Es verdad que la diáspora volverá?, ¿cuánto de ella? ¿Lidiaremos con el PSUV como oposición? Si es así, ¿de qué manera? ¿Cuál será la función de las FF.AA en ese nuevo país?
Además de estas preguntas, más o menos coyunturales, hay otras, más de fondo, que también es necesario formular: ¿de dónde surge nuestra cultura de la violencia y de qué manera podríamos reformarla? ¿Cómo recuperaremos el respeto por la noción de ley? ¿Cómo reivindicaremos el valor del trabajo? ¿Cómo gestionaremos una Venezuela sin petróleo?
Son muchas preguntas, son preguntas incómodas y a destiempo, pero más vale que comencemos a buscarles respuestas desde ya. Lograr que Venezuela tenga futuro de nuevo, con o sin democracia, requerirá un esfuerzo descomunal de varias generaciones. Si resulta que mañana todo cambia, que la transición ocurre pronto, ese cambio nos encontrará trabajando. Como escribiera Joseph Adisson en su famoso Catón, en ese momento no solo habremos conseguido el éxito, lo habremos merecido.
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