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lunes, 2 diciembre, 2024

Incómodas y a destiempo III | Los tiempos ¿largos? de la transición

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Como tal vez sepan, esta columna existe para abordar temas complicados acerca de nuestra condición sociocultural; asuntos aparentemente extemporáneos que sería más cómodo «esconder bajo la alfombra». Uno de esos temas, quizá, sea el tiempo que tardará en suceder «el cambio», el bendito cambio, la tan ansiada transición. En mi primer artículo mencioné la posibilidad de que la vuelta a la democracia fuese un proceso largo y penoso. Hoy quisiera volver sobre ese escenario.

Comencemos por tomar la precaución de decir que, en realidad, nadie puede hablar de tiempos con certeza: en la Alemania Oriental de 1988 pocos se imaginaban que el muro de Berlín caería al año siguiente, luego de más de cuatro décadas de comunismo soviético, así como los venezolanos de 1997 no nos imaginábamos que hoy estaríamos en esto. Hay procesos históricos que se perciben de manera extrañamente súbita por quienes estamos sumidos en ellos, aunque, en retrospectiva, el itinerario se vea clarísimo. Es decir, aunque las circunstancias actuales pudiesen modificarse pasado mañana, sencillamente no podemos saberlo. Habiendo dicho esto, prosigo.

Una manera de abordar la pregunta sobre cuánto más tardará en ocurrir la transición es plantearnos cuánto nos tomó llegar hasta aquí. Dicho de otra forma, ¿cuánto tardó en ocurrir el chavismo? El criterio para determinar la “fecha de expedición” de nuestra dolencia actual variará en función de cuán remotas queramos que sean las causas. Unos podrían decir que el rollo comenzó con la Conquista (y no les faltará razón). Otros argumentarán que no, que el tema viene de la Colonia (y tampoco se podrá discutir contra eso). De hecho, algunos aducirán que el enredo ocurrió mucho antes, en el arranque de las sociedades sedentarias, y así sucesivamente. Pero entendámonos, lo que hoy llamamos Venezuela inició su existencia formal en las primeras décadas del siglo XIX, se cayó a golpes durante casi cien años, pasó luego por el crisol de un par de dictaduras en la primera mitad del XX y cristalizó, por fin, en una democracia en 1958.

Puestos en este orden de magnitud temporal, y asumiendo el grado de arbitrariedad típica de estas periodizaciones, podría decirse que nuestros problemas de hoy en día “comenzaron” a mediados de los 70. Esa fue la década en que nos atragantamos (en serio) de petróleo, de deuda, de cambios drásticos (mal asimilados) y de marginalidad. Ahora bien, independientemente del instante preciso de su origen, el punto es que en 1998 teníamos al menos 20 años acumulando problemas de todo tipo, especialmente sociales. Por tanto, ¿qué nos hizo pensar que un asunto que tardó un par de décadas en gestarse podría solucionarse con una protesta de fin de semana? ¿No debe haber, acaso, una cierta proporcionalidad temporal entre las causas y las consecuencias de los procesos históricos?

Supongamos que no es posible saber la respuesta a esta última pregunta, pero imaginemos aunque sea por un momento, a modo de hipótesis de trabajo, que la transición va a tardar todavía varios años en llegar. ¿Qué deberíamos hacer en ese caso? Lo pregunto por una razón que considero urgente: hay todo un país detenido —y no sin motivo— a la espera de que la dichosa transición ocurra: proyectos de familia, ideas de negocio, emprendimientos socio-culturales y pare usted de contar. ¿No será hora de sincerar los tiempos de nuestra expectativa de cambio? Creo que, como sociedad, nos ha hecho mucho daño comprar la idea, vendida por cierto liderazgo político, de que ese cambio ocurriría pronto. Pareciera que siempre está a la vuelta de la esquina, una esquina que ya dura 20 años. ¿No sería más sensato asumir que el cambio solo será consecuencia del esfuerzo largo y sostenido de toda una ciudadanía, tanto dentro como fuera del país?

Si aceptamos que los tiempos del cambio no son cortos, posiblemente nos haga bien revisar lo que otros países, en situaciones parecidas, hicieron para salvaguardar sus valores mientras se mantuvieron los regímenes que los oprimían. Miremos, por ejemplo, el caso de Polonia. Desde el fin de los años 30 estuvo bajo el peso del Nacional-Socialismo y, luego, al terminar la II Guerra Mundial, sufrió décadas de comunismo soviético. Las élites políticas, económicas y culturales de ese país trabajaron muy duro, tanto internamente —de forma más o menos clandestina— como desde fuera, por mantener viva su vocación de libertad. Polonia es hoy un país democrático y cada vez más próspero. Pero cuidado, este análisis con happy ending es insuficiente para nosotros. Por más que nos cueste aceptarlo, nuestro problema no es solo tener un régimen que nos oprime, sino ser una sociedad que está enferma. Mientras no asimilemos eso y le busquemos soluciones prácticas, cualquier cálculo o táctica política será insuficiente. Cambio y transición no son lo mismo. Si no modificamos poco a poco nuestra forma de convivir, puede que ocurra una transición más o menos pronto, pero muy poco habrá cambiado.

En ese sentido, la resistencia venezolana a la situación actual podría no consistir solo en una oposición partidista, sino en un movimiento orgánico mucho más amplio, que rebase la esfera de acción de los partidos y, en cierto sentido, de la política misma. Hay un potencial inmenso fuera de estos ámbitos que no ha sido del todo explotado y que tal vez no deba esperar más por ellos. Las innovaciones sociales, educativas, artísticas, organizativas, empresariales, ¿podrían acaso arrastrar el cambio desde dentro?; ¿pudiese la transición venezolana ocurrir al revés; es decir, que la fuerza de los procesos socioculturales ocasione de nuevo la democracia? ¿Qué ocurriría si todo el país —el de dentro y el de fuera— se decidiese a intercambiar una parte de su espera por pequeños, pero continuos, actos de libertad? Es decir, una familia que renueve su mundo interior; una educación que re-enseñe sistemáticamente la democracia; un arte cada vez más rebelde; una empresa que redoble su creatividad; una prensa que siga amplificando lo que hace ese país ferozmente libre? ¿Es esto fácil? No, sin duda que no. ¿Es imposible? Solo hay una manera de saberlo.

Para ser justos, hay un montón de gente trabajando en este instante por la reconstrucción: ONG paliando la emergencia humanitaria o formando a las juventudes políticas; medios de comunicación independientes luchando contra la censura; iniciativas de todo tipo esforzándose por articular el talento de la diáspora; emprendedores creando diversos negocios, etc., etc. Esa es la actitud, pero tal vez podamos hacer más. Quizá el nuevo reto de las élites, y de la ciudadanía toda, sea demostrar que la Venezuela democrática del siglo XX no fue una anomalía histórica posibilitada solo por el petróleo; que nuestra prosperidad no fue un espejismo mineral; que nuestra estabilidad no fue una distracción entre caudillos, un respiro azaroso entre guerras civiles. El verdadero gran reto será recuperar los valores humanos que hicieron posible la democracia en el 58; no una democracia decretada, estatutaria, sino una que nazca como expresión orgánica de un relato de convivencia compartido por la mayoría de los venezolanos.

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