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domingo, 8 diciembre, 2024

Incómodas y a destiempo | El último buen venezolano

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A veces, cuando se mira el panorama general del país, se tiene la tentación de pensar que estamos condenados al fracaso. Las cifras de violencia ciudadana, las estadísticas económicas, el estado de la salud o los servicios públicos hacen que uno quiera tirar la toalla y salir corriendo. Las cosas han ido tan mal en tantos sentidos que, en mi artículo anterior, me hacía esta pregunta políticamente incorrecta: «¿somos una sociedad de gente mayoritariamente rota, deshonesta, con un estándar ético inferior al del resto de las naciones?, ¿somos la Sodoma del relato bíblico? ¿Ha muerto, acaso, el último buen venezolano?». Son preguntas que no deben despacharse con ligereza; tampoco con excesivo optimismo: una crisis como la venezolana no ocurre por casualidad, pero también queda claro que la respuesta no puede ser categórica. Para intentar responderla, voy a desempolvar un hecho de nuestra historia reciente.

Seguro lo recuerdan. Era un 22 de junio de 2017. Las protestas contra Maduro, en la autopista Francisco Fajardo, estaban en un punto álgido. Se había consolidado ya el grupo de chamos que salían con sus escudos de madera o de latón a enfrentarse contra los piquetes de la Policía o la Guardia Nacional. Nunca se me olvidará cómo, cuando la GN comenzaba a lanzar lacrimógenas y avanzar hacia la multitud con los blindados, la mayoría de los que estábamos ahí retrocedíamos y, en cambio, estos muchachos trotaban en la dirección opuesta, hacia el piquete, con sus franelas sobre la nariz y sus escudos en la mano, las caras pintarrajeadas de blanco por el bicarbonato. Había una resolución en esos rostros que todavía hoy me desconcierta.

Ese día, David José Vallenilla, de 22 años, se había involucrado en las protestas. No sería muy arriesgado decir que, tal vez, no era de los más expertos en luchar contra los piquetes. No llevaba escudo ni máscara antigás para protegerse, apenas unos lentes de piscina y un pañuelo oscuro sobre la nariz. Iba vestido con un jean y una camisa azul claro y se había puesto su morral sobre el pecho, no sobre la espalda, como forma de protección.

En el video del suceso que quiero recordar, se aprecia a David muy cerca de las rejas de la base militar de La Carlota, donde tantas cosas han pasado luego. Se le ve lanzar algo por encima de la cerca, hacia dentro de la base; no me queda claro si era una piedra o una de las muchas bombas lacrimógenas que les habían disparado aquel día. A mi juicio, la acción es tan inocua que, si no fuera por la circunstancia, casi produciría ternura. El objeto que David lanza describe una parábola demasiado alta, con apenas velocidad. Los que tengan estómago, vean el video, creo que no es solo impresión mía. El objeto describe una parábola elevada que termina al otro lado de la cerca, sin golpear ni hacer daño a nadie. Sin embargo, un miembro de las FFAA le dispara a quemarropa con una escopeta.

El fragmento lo muestra con una claridad espantosa. El militar dispara e, inmediatamente, se ve cómo a David le fallan las piernas y cae, llevándose una mano cerca del abdomen. Con la mano que le queda libre empuja el suelo para incorporarse. Después de algunos intentos lo logra y camina unos pocos metros, renqueando, en la dirección opuesta, hasta encontrarse con un par de compañeros que estaban cerca. Estos lo rodean para auxiliarlo y entonces David se desploma por completo. Ahora sabemos que la historia no tiene final feliz. David murió poco después.

Las notas periodísticas de esos días señalan que tenía un perdigón alojado en el hígado, otro en el corazón y otro en uno de los pulmones. Un cuarto le había fracturado la columna vertebral. Llegó a la clínica sin signos vitales. Era hijo único. Estaba recién graduado de enfermería y había sido bombero voluntario. En la mochila solo llevaba el recipiente vacío de su almuerzo. Siempre me he preguntado, ¿qué habrá sentido?, ¿frío?, ¿calor?, ¿miedo?, ¿frustración? ¿Le habrá dado tiempo de cuestionarse si aquello había valido la pena? Saber que David murió hace que el video tenga, si es posible, aún más peso. Recuerda lo duros que han sido todos estos años; y recuerda también los nombres de varias decenas de chamos que, como él, han muerto en circunstancias parecidas. Entonces me reitero la pregunta inicial «¿ha muerto el último buen venezolano?».

Para seguir respondiendo esta pregunta, debo decir que el video al que me he referido no termina ahí o, mejor dicho, no solo muestra el momento en que le disparan a David. Muestra también otra cosa, algo que, hasta donde sé, ha pasado desapercibido y es justamente lo que quiero rescatar hoy. Después que David cae, otro chamo entra en cuadro. Va de pantalón corto, lleva un escudo en la mano y está envuelto en una bandera de Venezuela que, a todo efecto, funge como capa. No tengo idea de cómo se llama ni qué edad tiene; si está libre o pudriéndose en algún calabozo del Sebin, lo que sí sé es que, cuando David cae, este otro muchacho corre hacia adelante para protegerlo con su escudo. Repito, no sale huyendo, no se pone a resguardo, sino que corre hacia adelante, hacia el peligro, para interponer su escudo de madera entre David y los disparos. Si no me creen, miren de nuevo el video.

No sé si los que me leen han estado alguna vez cerca de un disparo, probablemente sí, porque son venezolanos. Sabrán, por tanto, que solo el volumen de una detonación así hace que se active cualquier mecanismo de «ponte a salvo». Con todo el dolor que me produce comprobar cómo asesinan a un venezolano, confieso que también me he sorprendido viendo, una y otra vez, cómo ese otro chamo, de quien, insisto, ni siquiera conozco el nombre, decide ayudar a su compañero, aún sabiendo que también pueden matarlo. Arriesgar la vida por otro. ¿Hay acaso un acto más bondadoso que ese? Harían falta dosis demasiado altas de cinismo para relativizar la generosidad de una acción así. Repito, no sé qué hace; no sé ni siquiera si todavía vive en Venezuela, lo que sí sé es que «en la chiquita», en las fracciones de segundo que de verdad cuentan, ese chamo no solo actuó bien, sino que actuó heroicamente. Y aquí se levanta, como el mediodía, la contradicción que es Venezuela. De un lado de la cerca, dos militares mal pagados reprimen a la gente con escopeta y escudo antimotines; del otro lado, dos chamos luchan por el país que sueñan, con sus lentes de piscina y sus banderas. Unos matan, otros dan la vida o la arriesgan por sus compañeros. ¿Con quién nos quedamos? Cada venezolano tendrá que ver cómo responde esa pregunta.

Hasta el próximo artículo.

Javier Melero es cineasta. Emprendedor de quijotadas y gamer vergonzante. Empepado por la naturaleza. Adicto a las galletas María. [email protected] | @melerovsky

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