Por: Alberto Navas Blanco
Hoy, cuando se comenta el peligro de una posible guerra nuclear desatable por la simple voluntad individual del presidente ruso Vladimir Putin, es necesario comentar la complejidad de circunstancias que pueden determinar una decisión tan difícil y peligrosa. De hecho, ningún líder mundial está en la capacidad inmediata de desatar, por sí mismo, este nivel de conflictividad atómica, pues existen controles técnicos y equipos de asesores con capacidad vinculante para regular este posible paso bélico hacia el más allá de la humanidad.
En segundo lugar, el estudio de la única experiencia efectiva de guerra atómica de 1945 sobre el Japón nos enseña la verdadera “maraña” de factores coyunturales y estructurales que sopesaron el presidente Truman y sus asesores políticos, antes de lanzar aquel ataque sobre Hiroshima y Nagasaki que ayudó a precipitar la rendición incondicional del imperio japonés.
Desde 1939 se tuvo conocimiento de que los científicos alemanes habían logrado la primera fisión atómica en grado experimental, cuestión que escandalizó a la prensa norteamericana y a los científicos exiliados de Alemania, entre ellos Albert Einstein, quienes por escrito alertaron al presidente Roosevelt del peligro que ello representaba si un poder de este tipo era desarrollado por la tiranía de Hitler, quienes ese mismo año se había repartido a Polonia junto a sus aliados de la Unión Soviética.
El gobierno de los EE. UU. se tardó hasta 1941 para tomar decisiones al respecto, cuando creó la Sección Uranio dentro de su sistema nacional de investigaciones. Un año más tarde, luego de un año del ataque japonés a Pearl Harbour (el 7 de diciembre de 1941), los científicos norteamericanos lograban el 2 de diciembre de 1942 la primera fisión atómica experimental en la Universidad de Chicago.
Desde entonces, se inició la carrera en las mesetas desérticas de Los Álamos (Nuevo México) y se construyó el laboratorio especial para el desarrollo de la Bomba “A” dentro del llamado Proyecto “Manhattan”, que tuvo su primer resultado efectivo con la detonación experimental de la primera Bomba Atómica en Álamo Gordo de Nuevo México el 16 de julio de 1945. Se iniciaba así la era atómica que aún vivimos y padecemos.
El relativo retraso de seis años, entre 1939 y 1945, no dependió solamente del aislacionismo doctrinal norteamericano, implantado desde el siglo XVIII por George Washington, sino a la complejidad política, financiera, ética, científica, tecnológica y militar de semejante proyecto, con un costó de unos 2.000.000.000 de dólares, que produjo la primera Bomba Nuclear “Little Boy”, con un poder equivalente a 20.000 toneladas de TNT.
La bomba estuvo lista para ser lanzada al Japón desde el 1º de agosto de 1945, disponibilidad que fue notificada al presidente Harry Truman quien, el 25 de julio de 1945, tomó la decisión de lanzarla si el Japón no aceptaba el ultimátum del 26 de julio que sería acordado en Potsdam. La declaración fue rechazada por el gobierno japonés, pese a la relativa inclinación personal del emperador Hirohito y del primer ministro Suzuki para negociar la paz. El ala militarista radical confiaba fanáticamente en derrotar una posible invasión al suelo japonés.
La decisión del ataque nuclear implicaba múltiples retos y problemas, para lo cual Truman designó una comisión asesora para analizar las posibles consecuencias del inminente bombardeo atómico. Además de la asesoría estratégica de su equipo militar y político, había que resolver los problemas técnicos de la operación de bombardeo (Centerboard), el apresto operacional de la base aérea de la isla de Tinián (Islas Marianas) para alojar al Grupo especial de Bombardeo 509º, dotado de las superfortalezas aéreas B-29, conformar el equipo de pilotos y entrenarlos para este nuevo tipo de ataque.
Paralelamente se preparaba la operación Olympic, destinada a la ocupación militar del Japón, que implicaba el uso de unos 249 buques y 212 torpederos, así como 9 divisiones de Infantería y tres de reserva. El blanco de bombardeo fue seleccionado entre las ciudades de Kyoto, Kokura, Niigata, Hiroshima y Nagasaky, finalmente se seleccionó a la zona industrial y portuaria de Hiroshima, con una guarnición de 24.000 soldados japoneses y con unos 380.000 habitantes, era un blanco de importancia estratégica y simbólica.
El lunes 6 de agosto de 1945, el avión B 29 comandado por el capitán Tibbets, denominado “Enola Gay”, lanzó su carga mortal de 4.595 kgs. sobre Hiroshima, apoyado por otros tres aviones similares para el estudio de la radiación, para fotografiar los efectos y uno para relevar al B 29 principal en Iwo Jima, en caso de algún fallo. A las 8 horas, 15 minutos y 17 segundos de ese día se lanzó la bomba A, que tardó unos 43 segundos en estallar a los 565 metros del suelo, controlado por altímetros especiales.
El cálculo del doctor Oppenheimer había sido la pérdida de vidas en unas 20.000 personas, pero el monto real llegó hasta los 90.000 fallecidos y unos 40.000 heridos. El poder de la onda de calor inicial (intensa y fugaz luz silenciosa), la onda explosiva siguiente, la “lluvia negra” y los incendios finales, hicieron mayores destrozos que los esperados. Pero, inevitablemente, fue necesario un bombardeo adicional sobre Nagasaky el 9 de agosto de ese mismo año, con 75.000 muertos más. Los ataques terminaron por doblegar el fanatismo militarista japonés el 10 de agosto invocando la mediación de Suiza y aceptando la rendición incondicional.
Hoy, 77 años después de aquella primera batalla nuclear, la muy destructiva Bomba A sobre Hiroshima nos puede parecer actualmente una especie de juguete atómico experimental, si lo comparamos con el infinito poder destructivo del arsenal nuclear de los EE. UU. y la Federación Rusa contemporáneos, sin contar el poder de otras potencias medianas y menores como lo son Inglaterra, Francia, China, India, Pakistán, Corea del Norte y, posiblemente, Israel e Irán.
La compleja calidad de los sistemas misilísticos, complementados por los bombarderos y submarinos nucleares, obligan igualmente a un control centralizado y de regulaciones estrictas de tales dispositivos por parte de equipos y no de individualidades psicóticas gobernantes que podrían desatar, accidentalmente o no, un apocalíptico epílogo a la humanidad.
También queda pendiente el peligro de que el deterioro de los sistemas de armas nucleares, mal mantenidas y almacenadas, como puede ser el caso ruso; o qué grupos radicales accedan al poder como el caso de Pakistán, y permitan que bajo el espectro del ultranacionalismo emergente en el mundo decidan poner fin a la civilización que, desde la revolución neolítica de hace 10.000 años, ha venido construyéndose entre amores y horrores.
Sabemos que el inmenso poder de arsenal nuclear es su principal freno para ser utilizado militarmente, pero también sabemos que hay poderes anómicos, como el terrorismo, que no les importa suicidarse en una catástrofe generalizada, como lo demuestran acciones como las del 11de Septiembre sobre Nueva York y Washington, más aún en este metaverso de la demencia en que vivimos confundiéndolo con el progreso.
ALBERTO NAVAS BLANCO |
Licenciado en historia de la Universidad Central de Venezuela, doctor en ciencias políticas y profesor titular de la UCV.
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