Resulta emblemático el acontecer en Libia como ejemplo de la rapiña imperialista. No queda dudas de cómo se destruye una nación en aras de los poderosos intereses de quienes se disputan el mundo. Libia, de los países más avanzados del continente africano, fue llevado a la ruina, la guerra civil y la inestabilidad crónica.
Luego del derrocamiento y asesinato de Gadafi reapareció la esclavitud. Miles de libios han caído en esta condición. Centenares de miles han buscado otros rumbos. Los derechos del pueblo libio han sido conculcados. El sistema de salud, educación y el servicio de agua, entre otros, han sido derrumbados. La nación africana con el mayor índice de desarrollo humano ahora sufre penurias que alcanzan a la inmensa mayoría de la población.
La obra de irrigación más grandiosa del planeta ha sido detenida y en buena medida destrozada. Esta obra permitía echar a andar el agua corriente a toda Libia. Así, mientras la ciudadanía recibía el servicio de agua se buscó alcanzar la soberanía agroalimentaria en un país desértico. Mucho de esto ya se había logrado hasta el derrocamiento de Gadafi.
Es que el régimen despótico de Gadafi alcanzó importantes logros, además del proyecto acuífero. Libia no contaba con deuda externa. Mientras, para 2011 las reservas internacionales en el Banco Central se estimaban en alrededor de 150.000 millones de dólares, que fueron repartidas como botín de guerra entre las potencias que ocuparon el país.
La electricidad era gratuita para todos los ciudadanos. La vivienda propia era un asunto de derecho humano. A los recién casados se les otorgaban unos 50.000 dólares para la adquisición de su primera vivienda. El sistema crediticio para la ciudadanía se realizaba con base en intereses cero.
Educación y salud eran gratuitos también. Los egresados universitarios que no conseguían empleo percibían un salario promedio, correspondiente con su condición, hasta que obtuvieran el empleo adecuado según la educación adquirida. El 25% de los libios poseían título universitario. 2.300 dólares al mes recibían quienes se educaban en el extranjero, para atender alojamiento y transporte. Suma similar obtenían quienes buscaban atención médica fuera de sus fronteras.
A los libios que elegían dedicarse a la agricultura se les asignaba tierras, vivienda, herramientas, semillas y ganado. La adquisición de automóviles era subsidiada por el Estado en un 50% del precio. Las regalías del petróleo eran recibidas por todo ciudadano libio. Se les depositaba su parte correspondiente en una cuenta corriente personal. Por cada hijo, a las madres se les asignaban en promedio 5.000 dólares. Todos estos logros reflejan que se trató de un despotismo diferente del chavista, cuyo principal alcance fue destruir la economía y empobrecer a su población a una escala sin precedente alguno, sin haber vivido el país ningún conflicto bélico.
Lo anterior no significa que el despotismo gadafista haya sido una vía válida para lograr desarrollos tan importantes como los indicados. O que se deba adelantar políticas coercitivas contra la gente para obtener estos alcances. Lo que sí muestra es que se pueden lograr metas importantes, aun en medio de las condiciones del capitalismo en su fase imperialista. El freno al desarrollo de las fuerzas productivas seguirá imperando, pero hay potencialidades que pueden ser aprovechadas cuando impera algo del sentido nacional y popular. En medio de las libertades democráticas estos alcances pueden ser mucho mayores.
El despotismo libio afianzó la desigualdad social dentro de un esquema propio del régimen despótico, pero no a la manera desproporcionada en extremo del chavismo. En lo que sí parecen igualarse estos despotismos es en el cercenamiento de las libertades ciudadanas y en la represión.
Pero la destrucción del Estado libio trajo consecuencias inconfesables en todos los órdenes. Así, más allá del desastre humano en alimentación, salud y educación, el desastre político apareció desde el primer momento. En 2016, Libia llegó a tener tres gobiernos. Se han reducido a dos. Uno en el este, gobernado desde las ciudades de Tobruk y Bayda; y el segundo en el oeste, con su sede en Trípoli. Este es una autoridad reconocida por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y buena parte de los países. Fayez al Sarraj es primer ministro del país. En torno suyo se unifica buena parte del ejército y cuenta con mercenarios provenientes de Turquía. Por su parte, el autodenominado Ejército Nacional Libio, jefaturado por Haftar, resume buena parte de las milicias y de las tribus del este y del sur.
Se calcula que existen 1.000 milicias en Libia y alrededor de 140 tribus. En medio de la confrontación armada, las milicias y las tribus se mueven de un bando a otro. Son inestables sus apoyos. A su vez, ambos gobiernos cuentan con respaldos internacionales.
La ONU apoya al gobierno instalado en Trípoli, y Turquía y Catar, además del sustento político a Trípoli, han enviado mercenarios y tropas. Por su parte, Rusia, Francia, Emiratos Árabe Unidos, Egipto, Arabia Saudita, Jordania, Chad e Israel le sirven de soporte a Haftar. Se expresa en recursos y hombres que, por miles, sobre todo rusos, engrosan las filas de Haftar. La compañía Wagner es la más ostentosa en este soporte. Miles de mercenarios de esta empresa rusa se encuentran en Libia, tantos como los que están presentes en Siria. Se dice además que algunos de sus integrantes fueron enviados a Venezuela.
Potencias imperialistas de la talla de Estados Unidos, Alemania e Italia juegan al oportunismo más abyecto. Parecen esperar hasta ver dónde se inclina la balanza en el reparto del pastel para tomar partido. Lo propio hace China, aunque guarda esperanzas en la restitución del gadafismo.
Este es el escenario en el cual se impulsan las elecciones en Libia, buscando una salida al desorden reinante, que no favorece a nadie. Ni siquiera las potencias imperialistas se encuentran gozosas de esta circunstancia. De allí el impulso de un proceso que no logra realizarse dados los reacomodos propiciados por las diversas fuerzas, entre las que destacan las mencionadas potencias imperialistas. La convocatoria realizada para el 24 de diciembre fue suspendida para el 24 de enero de 2022. Pero dado que aún no se resuelven los problemas, se habla de ser suspendidas para mediados de año. No es de extrañar que la figura de Saif al Islam, hijo de Gadafi, haya sido aceptado como candidato presidencial. Dicen los entendidos que goza del mayor apoyo para triunfar.
Fuerzas nucleadas en torno de Haftar, también candidato, apoyan a Saif. Es más, Rusia confía en que Gadafi ganará las elecciones y le brinda el mayor apoyo. Circunstancia lógica, toda vez que representa la posibilidad de restituir algunas de las bondades del despotismo gadafista. Recordemos que, además, Gadafi ha sido el único capaz de unificar una sociedad tan diversa, una de cuyas expresiones son las numerosas tribus con códigos particulares. De allí que el heredero brinde esperanzas en algunos sectores que propician el rescate de la nación libia.
La circunstancia libia, así como la siria, son expresiones del reparto del mundo. De las pugnas imperialistas. Pero también cuentan con el común denominador de ser regímenes despóticos que, por distintas circunstancias, entraron en un conflicto que aún no culmina. La incidencia del imperialismo es una de sus determinaciones principales. Pero cuenta también el descontento frente al despotismo, con todo y los alcances que puedan haber logrado. En el caso venezolano los factores son diferentes. Se trata de un despotismo despreciado por haber llevado al país y a su gente a la más grande catástrofe. No tendrá quién lo quiera recordar después de que le llegue la hora.
Carlos Hermoso es economista y doctor en ciencias sociales, profesor asociado de la Universidad Central de Venezuela. Dirigente político. @HermosoCarlosD
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