De profundis

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Por: Javier Melero

«Yo no voy nunca solo al fondo de mí mismo».
Jules Supervielle

No sé si les suene, pero Juan María Vianney fue un curita rústico asignado a una parroquia rural en la Francia de Napoleón. Dicen que no era muy listo, a juzgar por la dificultad que tuvo para cursar sus estudios en el seminario. En cambio, tenía el don de inteligencia de las almas, una especie de claridad espiritual que le permitía ver más allá de los rostros de la gente, en ese misterio que llaman fuero interno. 

En una de las tantas biografías que se han escrito sobre él, se le cita diciendo que, un día, gracias a ese don, se asomó al corazón de un hombre bueno y sintió vértigo. Leí esa biografía hace bastantes años, pero esa frase me quedó fundida en la memoria. Le he dado vueltas muchas veces porque me parece una especie de acertijo. No dice Vianney que se asomó al corazón de un mal hombre, sino al de uno bueno y, a pesar de eso, sintió vértigo. «¿Por qué vértigo?», me pregunté siempre.

Esta semana he vuelto de nuevo sobre esa pregunta. Creo que colectivamente nos hemos asomado al abismo, al corazón de lo que somos, a nuestra sombra. Creo que no es exagerado decir que buena parte de la sociedad venezolana está conmovida. Conmovida por el mal del que somos capaces, conmovida por nuestras complicidades y nuestros resentimientos. 

Ta vez fue eso lo que descubrió Vianney. Se asomó a los campos de concentración, al holocausto y al gulag, a los abusos sexuales y la pederastia, a la violencia de género, sí, pero también a las agresiones pasivas y a los linchamientos mediáticos. Tal vez, en ese mismo abismo, vio el asesinato de Oscar Pérez, las decapitaciones del Tren de Aragua, los muertos del Coqui, la masacre de Barlovento y toda la violencia sorda que se vocifera desde los palcos del poder, venga de donde venga.

Hoy me pregunto, triste, ¿qué clase de sociedad somos?, ¿cómo es nuestro corazón? Creo que tenemos derecho a estar de luto, a estar callados y pensativos. Creo que hace falta el castigo y la reparación para que haya justicia (nunca hay paz sin justicia). Por si queda alguna duda, estoy de parte de las víctimas (¿cómo no estarlo?), pero una sociedad sin compasión deja de ser humana. ¿Cómo debemos catalogarnos si juzgamos la vida entera de una persona por su punto más bajo? ¿Quisiéramos todos ser juzgados así? ¿Qué hace falta para que nos tratemos con más benevolencia, para que no nos abusemos en ningún sentido? Tal vez me critiquen por decir esto, pero me parece importante hacerlo. La compasión puede ser un ejercicio difícil. Y, al mismo tiempo, el perdón no tiene que estar divorciado del castigo.


Creo que colectivamente nos hemos asomado al abismo, al corazón de lo que somos, a nuestra sombra. Creo que no es exagerado decir que buena parte de la sociedad venezolana está conmovida. Conmovida por el mal del que somos capaces

Javier Melero

Vuelvo al acertijo de Vianney. Afortunadamente, ese mismo personaje dijo también que había visto a Dios en el corazón del hombre. Es decir, el vértigo ocurre desde una gran altura. La profundidad del abismo no solo está hecha de mal. Somos capaces de todas las cosas y Venezuela ha parido gente noble a patadas, gente que lucha por causas hermosas todos los días. Por eso, tal vez, el recordatorio de este momento sea que la gente buena hace cosas malas. Que todos somos capaces de mal y tenemos que aprender y reaprender —hasta el final de nuestros días— aquel «conócete a ti mismo» del oráculo.

Últimamente he leído mucho a Montejo, ese «agnóstico asombrado», como lo llamó otro poeta. En uno de sus ensayos de El taller blanco, escribió: «La atracción que vuelve a suscitar la poesía en estos días de nuevo milenio (…) tal vez provenga de que ella, a fin de cuentas, se escribe para que su relámpago nos alumbre un poco más o, dicho de otra forma, para que no falte nunca la cantidad de Dios que cada uno niega diariamente». Es una frase increíble, con la que resueno mucho. Donde aquí Montejo dice «poesía», me atrevo a añadir «espiritualidad». Tal vez nos convenga bajar a nuestro abismo sobre algún relámpago. Mitigar el vértigo con algo que nos alumbre. Asegurar la cantidad de Dios que necesitamos para resolver el acertijo —el misterio— que somos cada uno.

Habitualmente le huyo a los aspavientos religiosos, pero creo que lo que nos está pasando como sociedad tiene una dimensión que no se agota en la política ni en la lucha por los derechos humanos. Tal vez por eso hoy me viene a la cabeza, con insistencia, el fragmento del evangelio sobre la mujer adúltera. «“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?” Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. E inclinándose de nuevo, escribía en el suelo. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio. Incorporándose Jesús le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» Ella respondió: «Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno”».


JAVIER MELERO | TW IG @melerovsky

Cineasta. Emprendedor de quijotadas y gamer vergonzante. Empepado por la naturaleza. Adicto a las galletas María.

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