Por Juan Carlos La Rosa Velazco
Un historiador de la Universidad de Sevilla llamado Mira Caballos plantea que la conquista fue pactada, argumentando que 95 % de los conquistadores eran indígenas. Al leerlo me dije: así en todo el mundo y desde siempre, el trabajo local y a destajo es más barato… «indios a destajo», pudiera ser el título de un folleto para trabajadores freelance de hoy en día en cualquier parte del mundo. Mejor usar personal local, entre menos garantías mejor, menos gastos de traslado, de acá solo me llevo a la gente de la que quiero salir.
Tal vez Mira Caballos descubrió en la conquista española algo que podrá encontrar con poco esfuerzo en cualquier recapitulación de la historia de la humanidad y de las conquistas coloniales, pero lo interpretó de forma apresurada y ajustada probablemente a sus preconcepciones.
La conquista no fue un pacto, fue como todas, un despojo, un saqueo, pero la mayor parte de los pueblos buscaron el diálogo con toda su voluntad cultural y política. Cuando se evidenció imposible, buscaron pactar y convivir aún. La guerra fue un argumento colonial y la última opción de nuestros pueblos. Lo es aún ahora.
Los que pactaron son los mismos que no eran gente.
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Esta narrativa apunta a influir a quienes, a buen abrigo, han mantenido la costumbre también colonial de ver idealizados a los pueblos «indígenas» qué lindos, qué naturales, qué puros, qué inocentes, ¡mira, están desnudos! Esa mirada solo sirve para invisibilizar, se hace con los ojos cerrados. E invisibilizar es la principal tarea de la colonización: «Ahí no hay nadie, lo que hay no es gente, por eso entro y es mío».
Todo lo que invisibiliza ayuda a colonizar, incluso esa supuesta compasión amorosa fundada por Bartolomé seguramente con las mejores intenciones. La empresa colonial culturalmente es solo eso: sustituir una vida social verdadera, una realidad por una idea consumida por gente lejana con una racionalidad ajena.
En un tiempo en el que emerge políticamente lo que occidente llamó indígena, la colonización abierta no responde directamente, sino que va a la realidad que ha ocultado, recoge lo que ya sabe, impresiona a los consumidores de información y luego lo expone en una cruzada «desmistificadora». Más o menos así: les había dicho hace 400 años que no existían, pero se me olvidaba decirles que eran mala gente, que se traicionaban a sí mismos, que no tenían el menor sentido de lealtad con los suyos.
Veamos con un ejemplo lo que trato de decir: Juan de Ampíes ofreció protección al pueblo Kaketí contra piratas y Karives, que asolaban sus costas y fronteras, a cambio de la explotación del palo brasil, madera apta para construir barcos. Aún así los kaketí, uno de los pueblos arawak más fuertes, casi desaparecieron como identidad nacional, cultural y étnica, luchando, en las guerras de resistencia impuestas por españoles, holandeses y luego por criollos después de la independencia.
Así en todo el continente, sobran referentes de una voluntad de diálogo, necesaria, pero traicionada. Los pueblos tenían una visión de lo que sucedía, los operadores de la conquista conocían esa visión, pero tenían otra no tan confesable. Aún ahora.
Los pueblos indígenas, en algunos casos, pactaron por títulos de tierras con las coronas, pero ahora son acusados de traidores por ideologías estatales que emergieron después de esos pactos o que no quisieron reconocer la titularidad territorial entregada por las mismas autoridades que definieron los límites de las nuevas patrias o estados americanos.
Es importante comprender que la dimensión de una América o de un país americano cualquiera es colonial y no de los pueblos de este continente, a la llegada de los conquistadores los pueblos y naciones tenían una vida política tan compleja y llena de antagonismos como en Europa, que mientras colonizaban América se asesinaban en Flandes. La noción de país y de continente que tienes ahora, querido lector, no es la misma que tenían los pueblos originarios, y la que ahora es oficial es hija del diseño colonial.
¿Cuáles eran esas visiones del territorio distintas a las actuales?, es tema para otro artículo de esta serie, no comprenderlo nos afecta a todos más de lo que creemos. Basta con dejar esta aseveración polémica: los pueblos llamados indígenas, no somos la raíz de esta Patria.
A pesar de las circunstancias adversas, hemos sobrevivido gracias a una persistencia formidable que nos es común con gran parte de las resistencias anticoloniales del mundo. Y esa resistencia no es tan épica como muestra una historia apologética que también nos es ajena, también aplazamos este tema para otro artículo para mantener una brevedad que ya agoniza.
Hasta el final, más que un simple slogan
Los pueblos y naciones originarios de acá y de los traídos de África, pelearon por su supervivencia -a destajo, freelance-, o como esclavos, de ambos lados en las guerras coloniales de independencia; sin embargo, en 1814, en los llanos de lo que hoy es Venezuela, convirtieron su alienación con la corona española en su propia rebelión social, rebelión que fue una emergencia simbólica y cultural, a la que se sumaron hasta los marginados venidos de España. Arrasaron con el segundo intento bolivariano de independencia, sus banderas inusuales, despiadadas, desplazaron la polarización excluyente del decreto bolivariano de Guerra a Muerte y el programa casi comercial de los colonos criollos independentistas. Pusieron en evidencia de forma violenta, lo poco inclusiva que era entonces y fue definitivamente la independencia colonial.
Esta rebelión, y su fuerza simbólica, no fue una excepción, y podemos verla en todo el continente, rompiendo las barreras ficticias de la polarización colonial. Los que no existían, los que no eran gente, buscaron y buscan su lugar desde lo que aprendieron y siguen aprendiendo.
No existe una única historia, es un hecho bastante aceptado la existencia de muchas historias emergentes de quienes no pudieron contar su versión de los hechos al amparo del poder. Es importante escucharlas y leerlas (ya hay mucho escrito) y no aceptar pastillas simplistas de información. En este contexto de emergencia de las identidades originarias, es sorprendente ver cómo los mayores o ancianos de los pueblos, están dispuestos a aprender y cambiar, a diferencia de la academia patriarcal occidental y el poder criollo que siempre impone su visión.
Un ejemplo en mi experiencia de esto: los arawak no miran a los ojos al hablar, al mirar se cierra el diálogo, solo se mira para marcar un acuerdo. Otra manera de entenderlo: «Si no te miro no te mido y te doy mis oídos, te escucho, hay algo de razón en tu palabra y se va completar con la mía». Esta costumbre social tan arraigada aún, ha servido desde la moral occidental, donde lo primero que se muestra es la fuerza para intimidar al otro, para ver a los wayuu como ladinos y esquivos. Sin reconocer que esta y otras costumbres son en mucho, más civilistas que los principios militaristas de control y contención de las gentes, en las que se basa la vida social administrada por los estados republicanos actuales.
No es mi intención polemizar con un académico, soy un simple activista y comunario, pero escribo preocupado, porque la necesidad de borrarnos parece persistir a los más altos niveles del poder y de la construcción de narrativas sociales.
Los pueblos llamados indígenas, no tienen siquiera un lugar actual en una aseveración como la que concluye este Investigador, solo quedan dos nichos infértiles y muy minoritarios discutiendo: el de los amantes de la hispanidad no culpable, negacionistas del etnocidio; y los amantes de las patrias, que rompen lápices para exigirle a Europa devolver lo saqueado, pero no lo hacen con los albaceas de las arcas de los Estados que continúan el saqueo y cuya única herencia cultural es la dilapidación del botín.
Juan Carlos La Rosa Velazco
Activista de la Organización Intercultural Wainjirawa-UAIN
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