Armando Rojas Guardia: vida, pasión y muerte de un poeta

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Por: Edgar Vidaurre

La vida comienza siempre en una herida, en una hendidura, con un ritual de llanto y quejidos. Con un corte que nos deja una cicatriz evidente e imborrable. Corte que nos arroja a la intemperie. Los seres humanos nacemos desnudos, arrojados, desprendidos de la dimensión íntima y simbiótica del vientre de nuestra madre, a través de un ritual de dolor y de sangre. Pareciera entonces que la vida es en sí misma una herida, un albur lleno de circunstancialidad y de elementos (naturales y sociales) que van a su vez acumulando más heridas. 

Más allá del llanto primario, de esa herida original, de ese sonido indiferenciado, nuestra voz irá deviniendo en palabra o  canto (ese llanto sublimado) como respuesta a la alteridad, al Otro, a Dios: “una voz que clama en el desierto” o la voz sosegada del canto que nos acuna y nos contiene. Pero en el caso del poeta, la palabra simboliza la más elevada manifestación del drama dual de la vida, la palabra como vínculo, ese otro alimento que también nos nutre y nos sostiene. Los procesos nutricios (cuerpo y alma) y  la restauración de esas heridas serán evoluciones sostenidas por el amor, por el mismo único amor. Por ese amor que se parece tanto al fuego que lo unifica todo: ambos procesos sometidos al fuego del amor o “Del mismo amor ardiendo”.

Un joven Armando Rojas Guardia muestra una mirada sincera con su alma de poeta | Foto cortesía Edgar Vidaurre

La vida existencial de Armando Rojas Guardia comenzó, al igual que el resto de los seres humanos, con esa herida indeleble, con esa sensación de ser arrojados al vacío de la luz, de desprenderse de lo acogedor del adentro para asumir la intemperie a través de nuestra fragilidad. A su vez, la vida literaria de nuestro amado poeta, con esa coherencia ontológica que signó su ser esencial desde el día del nacimiento, también comienza en una herida, que como toda manifestación de vida está precedida por el amor, por el vínculo, y que se irá desarrollando existencialmente en el desierto, en el vacío de la intemperie y bajo la pasión de la luz. Atravesar esa pasión por los caminos ardientes del amor hasta sublimar el llanto y evocar la herida… poder decir en una retrospectiva sensible, pero actual: “Yo que supe de la vieja herida”.

En el caso de Armando, sería imposible separar su vida existencial, su vida histórica (Bios) como despliegue humano-existencial, de su vida literaria como despliegue esencial. La vida en este caso, será el paradigma unívoco que se manifiesta en la convergencia de ambos despliegues (ser y existir), los cuales se imantan y dinamizan, recíproca y poéticamente, hasta revocar la dualidad que se originó con el desprendimiento y la herida. La poesía como ejercicio de redención de salvación: la vida puede ser redimida si la vivimos poéticamente.

Al modo evangélico, este joven poeta, ya profundamente cristiano, ha encontrado el consuelo en medio de la intemperie en un Dios que se le manifiesta en el vacío de la ausencia. Atraviesa su propio desierto, su propia cuaresma existencial, fragmentado por esa dualidad entre el bien y el mal, el cuerpo y el alma, la carne y el espíritu, el pecado y la Gracia, la culpa y el perdón. Así, a sus treinta años, (la misma edad en que Jesús de Nazaret sale de la oscuridad a la vida pública), inicia su vida literaria y esencial, con su misión poética, el trascenderse a sí mismo a través de la palabra, y es en el año 1979- Año del Señor- que lo hace con el poemario titulado: “Del mismo amor ardiendo”.  

Ese despliegue existencial que empieza aquí a integrar lo fragmentado,  se inicia con una dedicatoria que evoca una despedida de su madre, antes de la partida al desierto, una dedicatoria elocuente: A la memoria de Mercedes de Rojas Guardia. Rebautizado, ahora, con el nombre de su padre, y despojándose de los apellidos maternos (ya no será  nunca más Rojas Álvarez, sino Rojas Guardia), como si fuera un joven dios solar, sale a buscar su consuelo en la intemperie. El poema Consolación, cuyo epígrafe de San Ignacio de Loyola dice así: “…llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna moción interior, con la que viene el ánima a inflamarse”, y termina con estos contundente versos: Pesa. / En ti un hogar ya reluciente./ Él pone / tan solo una palabra.

Buscador impenitente de Dios, poeta marginado, solitario, necesitado y deseoso de romper con los moldes, un ansia irreparable de buscar lo que no se me ha perdido, la nostalgia de algún punto solar del que yo lo único que sé es que no se encuentra acudiendo al horario de los trenes, y sin embargo es la única tierra que tenemos prometida, la Ítaca probable a donde podemos atracar con aires de certeza, la evidencia granular que muy de cuando en cuando nos deslumbra, ese imprevisto coágulo de vida que nada tiene que ver con los minutos democráticos del reloj confederado y que es literalmente lo único que importa.

En esta reiteración encontramos una unión perfecta entre la vivencia del nacimiento herido, que se debe olvidar, y la misión ya claramente establecida de buscar refugio en el dios de la intemperie, pero con la necesidad soterrada y ancestral de mantener la vieja herida. En esta etapa esencial-existencial de la vida del poeta, se debate entre el cielo y la tierra, entre el pecado original y la redención; entre el cuerpo y el deseo, como opuestos al cielo, a la Gracia y el perdón, su homosexualidad, aún no asumida, y la necesidad de contención cóncava, del canto de la madre, de la vuelta a ese hogar luminoso que hace olvidar el rigor de la intemperie, surgen dos poemas en concreto que lo acercan a ese Maternal-femenino-íntimo al que había renunciado y al que le tenía tanto temor. En el poema Olvido involuntario nos conmovemos con esta revelación:

Yo sé que debo recordar algo que supe,
algún sanguíneo secreto hoy coagulado,
el nombre escuchado en la prehistoria
(alguna confidencia prenatal),
la raíz de mi memoria fisiológica,
la luz del fondo que me alumbró de pronto
y se quedó, como grano de anís, en mi cerebro,
(…)
el instante que me busca a cada hora,
la fecha que me espera y que olvidé.

En el segundo poema, dedicado anónimamente a A. M., hay incluso un acercamiento erótico a lo femenino, que rebasa  lo maternal,  sin rebasar el miedo.

Hay una línea quebrada
Entre este inútil poema
Donde convoco a tu imagen
Y la caricia que tiembla
Sin letras sobre tu cara
O entre el nombre forcejeado
Para meterte en el verso
Y el silencio que te deja
Desnuda para mi gozo.
Porque escribiendo desdigo
Lo que prorrumpe callado:
Hay un sonido en el acto
Huyendo de la palabra

***

La pasión del poeta 

Casi diez años de recorrido por el desierto (vivencias extremas, dualidad existencial, el Pecado y la Gracia) marcarán los años oscuros. Esa noche oscura del alma que al final encontrará el sosiego y el éxtasis de la pasión asimilada. En el año 1985 surgirán, producto de una íntima restauración,  Los versos de la Quebrada de la Virgen. Ocurren aquí dos sucesos que parecieran polares: El retiro en la quebrada de la Virgen y el asumir abiertamente su homosexualidad. Elocuente en uno de los epígrafes (el del poeta Cintio Vitier) que preceden los versos: He pasado de la conciencia de la poesía a la poesía de la conciencia, porque estoy, a no dudarlo entre la espada y la pared.


(…).

Ese trozo de musgo en el asfalto
me recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a la Historia finalmente. Y con él,
vence este día, cabal e impronunciado,
(…)
¿Cómo cristalizó el mito de esta hora
en el ateísmo líquido del tiempo?
Alguien dibuja el día por nosotros.
Alguien me ama hoy, secretamente

En ese mismo año (1985) surgirán los poemarios Yo que supe de la vieja herida y El Dios de la intemperie. Nuevamente será la herida el camino hacia la luz. En esta instancia, el poeta se descentra, ejerce una subversión masiva contra el cuerpo, los sentidos, el alma, una subversión que incluye su propio centro anímico y espiritual: la interpelación de ese Dios encarnado que asume lo humano, aun en sus sombras y en su carnalidad desnuda. Se desborda para deconstruirse a sí mismo, llegar como dice Derrida al desierto en el desierto. La destrucción del Yo, para entrar en el caos, la enfermedad y la locura. Imposible no citar el excelente ensayo que Ana María Hurtado escribiera a razón de EL Dios de la intemperie:

El encuentro demoledor de un intelecto hipertrofiado por las ideologías, los racionalismos, las convenciones y demás artilugios de la cultura, con la realidad abarcante del cuerpo, con las paradojas de la materia, es para ARG un camino de redención, pero redención escatológica que no está por ocurrir en un tiempo mesiánico, sino que discurre en nuestro tiempo de intemperie, allí donde se instala el dios del desierto, del Gólgota, de los suburbios. Dios extraño, exuberante y subversivo que conecta de manera admirable con Dionisos, quien también es una inusitada advocación del dolor, de lo terreno, de lo humano en extremo, así como también de la vida perenne, aquella Zoe  inagotable de los antiguos griegos: Dionisos el despedazado, dios de la danza y la tragedia, del vino y la locura. Dice Armando Rojas Guardia: “el fracaso puede ser Dionisos engendrado en el muslo de Zeus”; esta frase me tomó, es una frase-rapto donde el autor nos convoca a aceptar que la herida está presente y no en tanto masoquismo sino como expansión de una vida completa y abundante, que es una herida cóncava con la oquedad de un útero,  cualidad de lo femenino que le permite alojar al Otro del abismo. (…)

Ya entrado el año 1989, surge el poemario Hacia la noche Viva. El descentramiento, la intemperie y ese Dios Padre abstracto, innombrable, presente en su ausencia y que no termina de consolar y contener, le hacen evocar al Padre cercano, al padre de su niñez, ese que consolaba en la noche, el continente, frágil, suave y dulce como la tela de las sábanas de su cama al anochecer, tras el umbral de las vísperas, en el oficio de completas, su padre

Bajo la disciplina de las mantas
Empapado despunto en pulcritud.
El olor de las camisas de mi padre
Es igual al de su barba que me expande
Un escozor fragante al darme un beso.
Ahora solo la quietud – sagrado vórtice
De paz entre las sábanas –
(…)

Un poeta que se llama así mismo marginal, tal vez para buscar el perdón y ser merecedor de las bienaventuranzas, entrar en la marginalidad de los excluidos. A saber cuatro marginalidades: ser homosexual, ser poeta, ser cristiano y paciente psiquiátrico. Cuatro extremos de una cruz en donde se entrega voluntariamente al sufrimiento, al Otro, a la alteridad de Dios y del hermano en la fragilidad humana. Encontrar a Dios en los suburbios, en la misericordia, o como decía Levinas, en el rostro del otro que me interpela, donde miro la infinitud de Dios. Encontrar a Dios finalmente en el fracaso, en el límite humano. 

El poeta polinizó con su palabra el alma de aquéllos que lo vieron, lo sintieron y lo amaron. Su palabra como semilla, como esa Logos Espermatikus que visionaba San Justino, a modo de entender la inefable transformación del espíritu en carne, materia.

La nada vigilante (1994), El Resplandor y la Espera (2000) y Patria y otros poemas (2008), cubren  la etapa culminante de la pasión y de la plenitud del poeta. Pasión en la entrega voluntaria,  asumida como redención, entrando en el centro sufriente de esa cruz de marginalidades. Este poeta que se dice marginal, sufre en el centro de la cruz, para redimirse y trascenderse. Su vida ha sido pródiga en amor, su eros ha sido derramado hacia todos los puntos cardinales de la tierra. El asumir su humanidad en todos los sentidos (razón y emoción, cuerpo y alma) lo hace humilde, despojado, en un retorno a la desnudez originaria, al límite y, como dijimos, al fracaso en tanto símbolo de redención. No se trata de sucumbir ante el fracaso o el desaliento… hay algo que surge siempre del dolor y de su trascendencia, algo que solo se puede vislumbrar y entender desde la herida… desde la conciencia que otorga el reconocimiento de “la vieja herida”; a través de ese darse cuenta eleva los horizontes espirituales y reviste de sacralidad a la psique. 

Termino esta crónica sentida, como testigo de su tránsito desde la muerte corporal que nos regresa a la dimensión original y pura, esa muerte que todo lo unifica y todo lo concilia. Pude ser testigo privilegiado del cruce del umbral de la conciencia al delirio, de su agonía y de su éxtasis, al estar presente en la última noche de su vida. Vi su desvalida desnudez, entregado en su materia con el  mismo amor ardiendo. Vivencié la transfiguración que provoca la muerte física, para entender la vida a través de este poeta que nos enseñó a vivir poéticamente. Su saga y su valor nos centra a todos, nos hace buscar los “caminos inéditos”. Mostró a través de su poética del vivir la evidencia del amor, que nos impulsa a vivir amando, rozar nuestro destino con ese “amor fati”… a ejecutar a través de la belleza y del sufrimiento esa danza en el centro de nosotros mismos. 

El camino hacia la luz, con la pasión de la luz, no puede ser de luto y llanto. Así proclamamos que este  9 de julio del 2020 -año del Señor- ha entrado en la inmortalidad, el místico monje de la Belleza…el poeta Armando Rojas Guardia.

Al modo de San Francisco, nos deja su honda y sentida palabra, como único ropaje capaz de cubrir nuestra desnudez, estado que nos remite a nuestra condición humana. Ese retorno al alma que nos otorga nuestro cuerpo en su última, que nos salva de la intemperie, que nos devuelve al origen, al primer llanto, a la primera inocencia.


EDGAR VIDAURRE | @evidaurre

Poeta – escritor. Presidente del Círculo de Escritores de Venezuela.

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