Punto Fijo.- Eran las 6:00 pm del martes 14 de septiembre. Estaba tranquila porque había cumplido con toda mi pauta periodística del día. Veía una película, mientras pensaba cuál tema abordar al día siguiente y mi esposo dormía una siesta a mi lado.
En ese instante llama mi mamá, pensé que sería para cualquier tontería, pero cuando respondo la escucho llorar. Me dice que a mi abuela, de 77 años, le dio algo y no reacciona. Mi mensaje fue: «Cálmate y sácala de la casa, busca ayuda de los vecinos».
En el trajín de llevarla al ambulatorio más cercano, que queda a unos 16 kilómetros de mi vivienda, pedí una cola para llegar lo más pronto posible. Las piernas me temblaban y la desesperación me abrazó. Sentí que moría por dentro.
Nunca llegué al ambulatorio porque ya la habían trasladado al Hospital Doctor Rafael Calles Sierra, el principal de Paraguaná, ese mismo que visitaba todos los días para buscar las novedades y reportar los sucesos antes de la pandemia por COVID-19.
Esta vez encontré un hospital sin camilleros, con un solo enfermero para toda la emergencia, unas áreas sucias y los pacientes atendidos por sus familiares. Historia que se repite en casi todos los hospitales de Venezuela, según las denuncias que cubren mis colegas en cada rincón del país.
«Alguno de ustedes tiene un par de guantes que me preste que llegó una emergencia y cuando los familiares traigan los insumos se los devolvemos», preguntó una doctora a la multitud que estaba en emergencia, pero nadie respondió. En ese momento, a mi abuela la tenían en una camilla haciendo un electrocardiograma en un papel reciclado, mientras la doctora me pedía un sinfín de cosas, de las que solo conocía la solución 0.9%, porque se usa para hacer nebulizaciones.
Sentía desesperación entre tanta adrenalina, personas quejándose, otras paradas esperando camilla y las que se podían considerar más privilegiadas porque tenían un familiar a su cuidado.
Ya no había el ajetreo que conocí de la emergencia años atrás, cuando me inicié como reportera: muchos doctores, extrema seguridad, enfermeros y camilleros atentos para la acción hospitalaria. Ahora es un espacio sin dueño y a merced de quien quiera entrar.
Correr de aquí para allá
A las 8:00 pm, una doctora nos da la noticia de que mi abuela no reacciona y es un posible accidente cerebrovascular (ACV), por lo que debe quedar ingresada en el hospital. Mi hermano salió corriendo a una farmacia, gastó 20 dólares y solo compró cuatro soluciones y unas ampollas.
Mientras eso pasaba, le escribí al director del hospital, doctor Julio Chirinos. Me dijo que de todos los insumos solicitados por la doctora, solo tenía una solución que le habían donado y ya se la iba a mandar a poner.
También me puso al tanto de que el hospital tiene dañado el tomógrafo y, por tanto, había que hacerle la tomografía a mi abuela en un centro privado. Lo mismo con los exámenes de sangre.
Ya eran las 10:00 pm y yo pensaba que acababa de llegar al hospital. A mi abuela la pasaron a una camilla en el área de emergencias donde alguna vez funcionó un quirófano. No había aire acondicionado ni ventanas, tampoco sillas. Las puertas están destruidas y solo queda una sola lámpara en el techo que alumbra el espacio.
Mi hermano fue por un ventilador y ropa para cama. Yo me quedé. A mi abuela le pusieron una mascarilla para el oxígeno, que debía sostener con la mano porque era muy grande, pero no había otra. Debía estar arrodillada al lado de la camilla, sosteniendo la mascarilla, mientras las gotas de sudor recorrían mi cara, hasta que los médicos decidieron ingresarla. Debido a la falta de enfermeros, también me tocó cambiar la bolsa de solución 0.9%, cosa que no sabía hacer. Tuve que llamar a una amiga enfermera para que me explicara el proceso.
El único camillero que estaba de guardia para todo el hospital llegó mucho rato después y lo ayudé a empujar la camilla por los pasillos que simulaban una película de terror.
Las lámparas sin bombillos, otras con los cables guindando. De las paredes caían los pedazos de pintura y llegamos a un ascensor, sin luz y sin aire acondicionado, al que había que ayudar a cerrar la puerta para que no se quedara atascado.
Al fin llegamos al cuarto donde estaría recluida mi abuela. Había tres camas, junto a un baño con el aviso de «dañado». Ella tenía muchos vómitos y preguntamos si podían ponerle algo. La enfermera replicó que había Irtopan, pero estaba vencido y preferían no usarlo en personas de la tercera edad, menos con las condiciones que tenía mi abuela. Desistimos. Mi hermano hace otro viaje a la farmacia por una sonda y el medicamento para los vómitos.
Se hicieron la 1:48 am del miércoles 15 de septiembre. Yo vestía la misma ropa con la que salí de casa apurada, apenas con el celular en la mano. No había comido nada, pero tampoco tenía hambre. En mí solo estaba el dolor de espalda por estar todo el tiempo de pie o de rodillas.
Tampoco había orinado. Recordé que en la emergencia una señora que tenía a su mamá en cama, fue a botar la orina de la sonda en la zona enmontada adyacente al hospital, porque en emergencia no hay baño y los del área de consulta estaban cerrados.
El reloj marcó las 2:58 am. Mi hermano llegó con la sonda y el medicamento para los vómitos, pero la única enfermera del piso tomó su descanso. Tocó esperar que amaneciera para poder ponerle los tratamientos.
A esas alturas ya no aguantaba las ganas de orinar. Tuve que salir a la zona enmontada porque no tenía otra opción.
Regresé a sentarme en el piso, recostada de la pared. Empecé a recordar que mi abuela siempre se sintió orgullosa de haber formado parte de las filas militares.
Trabajó por 26 años en la Base Naval Juan Crisóstomo Falcón como Oficinista I y se dedicaba a sacar las Inscripciones Militares, un requisito que pedían a todo mayor de edad, incluso para inscribirse en la universidad.
Sin embargo, toda esta entrega no le sirvió para nada durante sus años de vejez, porque no cuenta con un seguro clínico, ni ningún otro beneficio; además, su salario no llega a 10 dólares mensuales. Me pregunto: ¿Merecemos terminar nuestra vejez en estas condiciones?
Aunque no tengo sueño, me tocará esperar el amanecer desde una ventana del primer piso por la que pasa una leve brisa que refresca la habitación, mientras me preparo para vivir el segundo día de improvisaciones y fallas en el principal hospital de la Península de Paraguaná, donde atendieron a los heridos de la explosión de la refinería Amuay en el año 2012 y que, además, está ubicado entre las dos refinerías más grandes de Latinoamérica. Lo que teníamos, ahora son solo recuerdos.