Caracas.- 60 horas estuvo en la selva del Darién. Solo durmió 3 y caminó unas 30. Las otras 27 fueron de descanso y espera. Cristina es una ingeniera venezolana de 32 años, que en abril decidió migrar hacia Estados Unidos por uno de los pasos fronterizos más peligrosos de Latinoamérica, donde se respira la muerte.
El Tapón del Darién, una selva de 575.000 kilómetros, ubicada en la frontera entre Colombia y Panamá, es cruzado a diario por cientos de inmigrantes que buscan llegar a Estados Unidos de manera ilegal.
En los primeros 6 meses de este 2022, unos 28.079 venezolanos la atravesaron, según los datos publicados por Migración Panamá. La cifra es 7 veces más que los migrantes que llegan de Haití, y 10 veces más que los que provienen de Cuba.
La travesía es una prueba de supervivencia con ríos caudalosos, animales salvajes, lomas empinadas, temperaturas sofocantes y un riesgo perenne.
“Tienes que pasar ríos, subir lomas. Te debilitas, te falta el aire, se te sube la tensión. Sientes que no quieres seguir más, pero solo tienes dos opciones: seguir o quedarte ahí a morir. Cada quien lucha por su vida y por llegar. Ahí nadie ayuda a nadie”, comentó Cristina, nombre usado a petición de la entrevistada, en una conversación telefónica.
Cristina es zuliana. Migró en 2017 a Perú y en 2021 regresó a Maracaibo. “Vi que la situación seguía mal, que no había oportunidades, y mi esposo y yo decidimos irnos a Estados Unidos”.
Entró el 25 de abril al Darién con su hija de tres años, su esposo de 42 y otras 10 personas. También la acompañó el miedo.
Esa sensación de angustia por el peligro en el que estaba con su familia se mantuvo durante el viaje y se hacía mayor cuando en el ambiente respiraba un olor fétido, podrido.
“Había un hedor muy feo, a mortecina. Es por las personas que han muerto, que los indígenas abren un hueco de medio metro y ahí los meten o los tapan para que la gente no los vea, y seguir con ese negocio de pasar gente por ahí”.
—¿El Darién huele a mortecina?
—Sí, huele a mortecina y mucho. Mi primo que venía atrás abrió una carpa para ver si había agua y consiguió a una mujer casi a reventar. Entre los indígenas la enrollaron en un trapo.
Los indígenas son los guías de los inmigrantes. En el caso de Cristina, sus guías viven en la aldea de Carreto, Panamá, adonde llegó luego de viajar seis horas en lancha desde Turbo, Colombia.
Esta ruta le sirvió para acortar el camino dentro de la selva. “Teníamos la opción de quedarnos en Capurganá, que es el principio del Darién, pero es la más peligrosa. Por ahí matan, roban, violan, pasan muchas tragedias porque está la guerrilla”.
Ese viaje desde Turbo hasta la salida del Darién le costó 450 dólares por persona; pagó en total 1.350 dólares.
Salí con muchas heridas
Cristina cargó en su espalda durante las 60 horas del viaje a su hija de 3 años, quien poco lloró y se quejó, según su mamá. “Yo compré un canguro, siempre la llevé cargada, nunca la solté. Sentía que la espalda se me partiría en dos, pero ni loca la soltaba”.
Durante los dos días y medio en la selva, las caminatas fueron intensas, de entre 6 y 12 horas. Lo más rudo para Cristina fue el agotamiento físico y no poder descansar.
“En las noches tienes miedo de los animales, del río que crezca y que se lleva gente, de la lluvia que se mete en la carpa. Hay panteras, serpientes y unos monos que gritan horrible”, recuerda.
El agua que llevaron solo les duró para las primeras 24 horas y la comida para las primeras 45. “Tomábamos agua del río. Solo nos quedó la comida de mi hija. Por el camino íbamos dejando la ropa, las cosas que llevábamos, por el cansancio y el peso”.
El grupo de migrante cruzó ríos caudalosos, tramos donde las piernas se les enterraron en el lodo hasta las rodillas y lomas empinadas que subían casi arrastrados.
“Teníamos muchas heridas. Yo perdí cinco uñas de mis pies por los golpes que nos dábamos con las piedras de los ríos. Tenía quemaduras y ampollas en las piernas que se infectaron. Mis pies estaban tan hinchados que caminaba y sentía que se me abriría la piel”, relató en la entrevista telefónica desde su casa en Estados Unidos, adonde llegó un mes y medio después de cruzar el Darién.
Una nutella milagrosa
La prueba más dura la vivió en la loma que llaman La Llorona, que deben atravesar para salir del Darién. Para ese momento ya estaban sin agua y sin comida.
Uno llora para subirla, es demasiado empinado y peligroso. Mi esposo me llevaba casi arrastrándome para que no me cayera porque es muy empinado. Si te resbalas, te puedes ir al fondo. Hay partes que sientes que ya no puedes más, te falta el aire, se te baja la presión. Lloré mucho”.
—Y tu hija, ¿qué te decía?
—Mi hija me gritaba: ‘Mami, tú puedes. Dale mami, rápido. Diosito ayúdanos’. Eso me daba realmente las fuerzas para no detenerme, dijo con la voz entrecortada.
Al salir de la La Llorona y tres horas antes de llegar al campamento El Abuelo, el primero en el que atienden a los inmigrantes tras cruzar el Darién, Cristina y su grupo estaban exhaustos y sin fuerzas. No querían avanzar, ya tenían 15 horas sin comer, y solo habían bebido agua de los ríos.
“No paraba de llorar, sentía que ya no podía, ya no teníamos comida, solo para la bebé, y me acordé que tenía una nutella en el bolso. Fue increíble: no las comíamos con las manos llenas de lodo, de barro. Era muy duro, pero eso nos llenó de energía y pudimos salir de la selva”.
Al llegar al campamento El Abuelo se consiguió con migrantes haitianos, hindúes, brasileños, cubanos, colombianos y venezolanos.
“A nosotros no nos pasó nada, pero gente que venía desde Capurganá contó que muchas niñas y mujeres fueron violadas. Contaron que a una haitiana se le cayó su hija en una loma y ella más adelante se ahorcó. Pasan muchas tragedias horribles”.
Cristina sabía del peligro, ella investigó antes de tomar la decisión de cruzar el Darién. “La gente sabe lo que pasa e igual siguen pasando por ahí. La necesidad los impulsa a hacer eso. Bueno, no me importó a mí, que me llevé a mi niña de tres años”.
—¿Lo volverías a hacer?
—No lo volvería a hacer, salimos con muchas heridas y es una muy mala experiencia, te queda esa marca, ese recuerdo. Ojalá mi hija nunca se acuerde.