José Hercilio Diusa Sinisterra tiene 87 años de edad, de los cuales 60 los ha vivido en Venezuela. Está solo, ciego y con una flacura que lo atormenta. Mide 1.68 y pesa 38 kilos. Aparte del hambre, lo acecha una decisión de desalojo de su habitación en alquiler, por la que le cobran cinco dólares al mes y debe abandonar en diciembre, a más tardar. Su mayor deseo es reencontrarse con su familia en Buenaventura, Valle del Cauca
José Hercilio Diusa Sinisterra quiere regresar a casa, en el Valle del Cauca. Quiere irse como sea: con ayuda oficial o por su cuenta. Se fue de su tierra a la edad de 26 años, cuando cansado de las continuas travesías que emprendía por barco desde Puerto Colombia hacia Estados Unidos, se arraigó en Venezuela.
A diferencia de aquellos años de vitalidad cuando recorría contento los océanos Pacífico y Atlántico, a Diusa Sinisterra se le quiebra la voz al hablar del retorno. Siente nostalgia por dejar sus 60 años vividos en Venezuela. No es fortuita su desazón: quiere irse porque se siente amenazado. Aquí peligra su vida; tiene miedo de morirse solo, en abandono.
El anciano, de 87 años de edad, está ciego desde hace diez años y con una flacura que lo atormenta. “Mi estatura es de 1,68 metros y mi peso siempre fue 56 kilogramos; ahora, me hicieron los exámenes por nutrición y he pesado 38 kilos. ¡Fíjese lo que he rebajado!”, confiesa.
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Aparte del hambre, Diusa Sinisterra tiene otro problema encima. Lo acecha una decisión de desalojo de la habitación donde vive, en el barrio La Importancia, un vecindario muy precario al sureste de Guanare, capital del estado Portuguesa. Los dueños de la pensión le han dado plazo hasta diciembre para que abandone la posada, con la excusa de que la propiedad está en venta. Tiene cinco meses para desalojarla.
Cuenta que llegó ya ciego a esa vecindad por un gesto de solidaridad de su propietario, con quien lo unían lazos de una amistad cultivada años atrás por su oficio de comerciante cuando se estableció en Guanare en 1980, hace 40 años. Pagaba el equivalente a $1 por el alquiler de la pieza, y su amigo hasta le hacía los viajes y le acompañaba al banco a retirar el dinero de la asignación por vejez que, por su condición de nacionalizado, le otorgó el seguro social. Pero este murió y los herederos quieren deshacerse del anciano. Le han aumentado el alquiler a $5 y pedido que salga de la casa, a más tardar, en diciembre.
“Yo no puedo para pagar $5. Esos muchachos saben que la pensión no alcanza: yo no puedo pagar”, reitera Diusa Sinisterra al tiempo que explica que sobrevive porque recibe dos bolsas de alimentos subsidiados, una por el Comité Local de Abastecimiento y Producción (Clap) y otra por el Instituto Nacional de Nutrición (Inn). El anciano cuenta entre lágrimas que ha tenido que recurrir a la venta o trueque de varios de esos productos para conseguir útiles de aseo personal y algunas proteínas, como huevos para completar una porción de arroz o queso para rellenar una arepa.
A Diusa Sinisterra le preocupa que le queden cinco meses de plazo y que las bolsas de comida hayan tardado casi dos meses para llegar. “Este mes de julio ya se va a ir, me queda poco tiempo y nada que comer. Estoy mal. Lo que necesito es plata para irme: si yo tuviera el pasaje, por cuenta propia ya me habría ido porque tengo una familia regular, con posibilidades de tenerme bien allá en Buenaventura, a tres horas de Cali”.
Familia y memoria
La familia de Diusa Sinisterra, según su testimonio, es de trabajo y hasta acomodada. “Mi familia en Buenaventura, para donde yo me quiero ir; vive en un barrio que se llama El Cristal. Allá tengo cuatro sobrinos, hijos de mi hermano Rosalino Diusa: Jimmy, Nayibe, Edward y Alexander. Además, una hermana, Graciana Diusa, que vive en el barrio John Kennedy. Es una familia muy buena, que trabaja. Algunos de ellos tienen cédula de Estados Unidos. A veces viajan para allá, a veces están en Colombia. Sé que me recibirán muy bien”.
Las esperanzas del retorno a casa de Diusa Sinisterra son un grito de supervivencia. Quiere irse a procurar una mejor vida. A morir en paz, como relata, pero sin que ese sueño le opaque la memoria. Se resiste a olvidar a Venezuela. Agradece su vida en esta tierra, que considera suya en dolor y alegría.
–Yo soy venezolano y me duele dejar este país. Tengo 60 años viviendo en Venezuela: Llegué el 20 de diciembre de 1959 y al año siguiente ya tenía cédula de identidad. Aquí aprendí a ser un hombre de bien. He sido una persona que se ha defendido. No me ha ido mal, lo que me aqueja ahora es que me quedé ciego y un ciego no puede trabajar.
Diusa Sinisterra se ufana por su trayectoria de empeño y tesón. Revela que vivió en Caracas, ciudad a la que lo llevó quien lo trajo a Venezuela, Miguel Ángel Burelli Rivas, un político y diplomático, candidato presidencial en 1968 por el partido Unión Republicana Democrática (URD). También en El Vigía, estado Mérida, donde lo albergó un pariente de Burelli Rivas, a petición de éste, para el cuido de una finca ganadera.
“Este mes de julio ya se va a ir, me queda poco tiempo y nada que comer”, revela Diusa | Bianile Rivas
El anciano rememora que vivió en Puerto Cabello y trabajó durante años en ese muelle. En Pequiven, la estatal industria petroquímica venezolana, y en Venepal, la empresa venezolana productora de papel. En esta última destaca su amistad con el empresario Eugenio Mendoza, con quien conversaba en perfecto inglés, idioma que aprendió a hablar y escribir tras su estadía por cinco años en Estados Unidos. “Era muy buena persona, don Eugenio, el abuelo de Lorenzo Mendoza, el dueño de la Polar”.
En su paso por Carabobo, Diusa Sinisterra comenta que trabajó duro en la Planta Termoeléctrica del Centro, uno de los más importantes sistemas de generación del país, que hoy constituye el mayor complejo de generación de energía eléctrica de la Región Centro-Norte-Costera. Todo ello gracias al manejo del idioma inglés.
Diusa Sinisterra también vivió la experiencia de las minas en el estado Bolívar. Allá estuvo sumergido en huecos y canteras movido por la fiebre del oro hasta que, en 1980, llegó a Guanare. “Caí bien, encontré buenas amistades y buenos trabajos, me hice comerciante de víveres y de carnes hasta que perdí la vista, hace 10 años”.
La ceguera de Diusa Sinisterra fue el motivo de su declive. Acabó con lo que acumuló por años de trabajo y sacrificio. Vendió todo lo que tenía para poder sobrevivir. Actualmente, subsiste con los dos dólares que le pagan por la pensión, lo que no le alcanza para vestir, comer, asearse y vivir con dignidad.
En su habitación lo visita Fanny García, una maestra jubilada de la escuela de deficiencias visuales de Guanare, quien desde su grupo de oración de la iglesia San Antonio de Padua le recolecta comida y le asea el dormitorio, tarea limitada por la expansión del nuevo coronavirus.
A Diusa Sinisterra lo encontramos la mañana del 14 de julio en el umbral de la puerta de su habitación. De fina estampa, lúcido y saludando en inglés, aunque con hambre de alimento y de compañía. Se resiste a ser llevado al Buen Samaritano, un ancianato de la iglesia católica que le ha procurado Fanny García. Repite que solo quiere regresar a casa.
–Lo que quiero es encontrar una ayuda en estos cinco meses que me quedan en la pensión, de aquí a diciembre, para irme a Buenaventura. No tengo familia: tenía un hijo y me lo mató un carro, tenía un sobrino y también murió. Los enterré y quedé solo, no tengo a nadie, por eso molesto. No quiero ir a otros lugares. Quiero regresar a casa.