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jueves, 28 marzo, 2024

LA GENERACIÓN DEL HAMBRE | Caracas: la muerte de la que nadie habla

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| Foto: Hirsaid Gómez

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MMiguel murió la madrugada del 7 de abril de 2018 en el Hospital Militar Dr. Carlos Arvelo, ubicado al oeste de Caracas, donde también falleció el expresidente de Venezuela Hugo Chávez en 2013. Tenía cuatro años y había nacido seis meses después de que murió el mandatario. Una coincidencia que habla del país en donde hay un revolucionario que muere y un niño que nació en una revolución que no logró salvarlo del hambre.
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Cuando vivía, Miguel, de 4 años, bajaba y subía corriendo las escalinatas de cemento junto con su hermana mayor, de 12 años, a eso de las 11 de la mañana en El Guarataro, Caracas. Llevaba en sus manos un recipiente sin tapa en el que una vez se envasó mantequilla y la niña dos viandas también destapadas. Iban camino al comedor popular San Pascual, que instaló el Gobierno en el sector San Juan, porque María Gil, de 28 años, la madre de los niños, los mandaba.
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Allí los esperaban en fila otros vecinos de la zona, beneficiarios del programa social, dirigido para brindar alimentación a familias pobres. La realidad era diametralmente opuesta a lo que prometía la iniciativa del Estado. A Miguel y a su hermana solo les daban arroz solo, sin sal. Ese era el almuerzo. Un almuerzo sin proteínas, sin calorías, sin minerales.
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Así se manifestaba la sombra del hambre; el hambre que, días después, sería el catalizador que le arrebató la vida a Miguel.
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El niño era el quinto de seis hermanos, y tenía meses sin alimentarse adecuadamente. Cuando vivía en las periferias de Caracas, en Charallave, en el estado Miranda, con su mamá y su papá, Iván, solo comían una o dos veces al día. María no tenía un empleo que le permitiera tener ingresos para mantener a sus hijos; dependía del dinero que le daba Rafael, quien laboraba en un local donde reparaban teléfonos celulares.
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Rafael era el padre de los tres últimos hijos de María y se mudaron a Charallave cuando les otorgaron, en 2011, las llaves de un apartamento de la Gran Misión Vivienda, un programa de construcción de apartamentos para adjudicación, instaurado por Hugo Chávez. Rafael no ganaba mucho dinero, y María se quejaba porque no le daba para comprar comida. “No trabajaba porque no tenía quien cuidara a los niños y cuando iban a donde el papá a pedirles comida, los terminaba regañando”, lamenta María.
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Jean Gabriel –así le dicen a Rafael–, deme plata para comprarle algo de comer a esos niños, me están pidiendo comida y no hay nada para darles.
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No me estés pidiendo nada, maldita perra. Resuelve.
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María enfrentaba el hambre de sus hijos en medio de la violencia física y psicológica. Muchas veces, por pensar en los niños, cedió a sus manipulaciones. “Cuando le pedía plata, me decía que le pasara fotos desnuda, yo lo hacía, y no me daba nada. Me decía que yo era una perra”.
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Un día, Rafael dejó a sus hijos en la calle porque decidió vender el inmueble del Estado. A raíz de esa situación, María, por petición de su madre, se regresó a Caracas a mediados del mes de agosto de 2017 y, desde ese momento, no supo más nada de Rafael.
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Al llegar a Caracas, la alimentación de los niños mejoró un poco, pero al final del año la situación se complicó para María por el desabastecimiento y la carestía de la comida, que la llevaron a adoptar métodos de sobrevivencia y de privación alimentaria: dejaba de comer para darle prioridad a los niños.
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Pasaban horas sin probar alimentos, especialmente en las horas del desayuno y en las de la cena. Por eso, María inscribió a los niños en el comedor de San Pascual como una alternativa para llenarles el estómago a sus hijos.
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| Foto: Hirsaid Gómez

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Alimentación precaria

En la casa donde vivía Miguel, viven otras cuatro familias con sus hijos, que también desayunaban solo caldo con arepa. Algo parecido a la pizca andina, plato típico de Los Andes venezolanos, que, en ocasiones, no tenía huevo, como la receta original. Para el almuerzo, María esperaba que los niños trajeran el arroz del comedor, lo juntaba todo en una olla, y lo acompañaban con sardina, el único alimento económico que podían comprar con el poco dinero que obtenía de la venta de bolsitas de café o azúcar, conocidas popularmente como “teticas”.
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La mamá y la abuela de Miguel vendían esos productos en una esquina en la avenida San Martín, en Caracas. “Los mejores días ganaba como tres millones de bolívares (30 bolívares soberanos) pero solo me alcanzaban para comprar sardina, yuca y una harina; luego me empezaron a llegar los bonos de Maduro, pero con eso tampoco me alcanzaba. La comida se estaba poniendo muy cara y mis hijos comenzaron a enflaquecer”.
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En la casa improvisada de tres plantas que sobresale de la superficie de un barranco, pasaban hambre todos y comían mal todos: los niños y los adultos. En ocasiones tenían que arreglárselas para no acostarse sin probar un bocado, incluso cuando la bolsa del CLAP (Comités Locales de Abastecimiento y Producción) tardaba en llegar a la comunidad de San Juan.
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La única proteína que consumían era caraotas y lentejas de la bolsa del CLAP. Los niños no comían frutas ni les daban jugos. Compraban pollo esporádicamente, pero les daban muy poco. “El pollo era para darle sabor al arroz”, dice Coromoto Campos, prima de María.
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| Foto: Hirsaid Gómez

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Víctima del hambre

Cuando Miguel regresó a Caracas pesaba 10 kilos, un peso muy bajo para su edad. María, su madre, lo veía muy bien, pero los familiares dicen que era un niño pequeño y delgado. Su delgadez se notaba cuando se quitaba la camisa y se le notaban los huesos de las costillas y los hombros y las clavículas. Veían su piel amarilla como si tuviera la bilirrubina alta.
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Nunca hubo una prueba ni exámenes médicos que indicaran las razones de su delgadez, ni de su color de piel. A María no le daba tiempo de llevarlo a un doctor; sus días pasaban en medio del trabajo. Por eso para ella sigue siendo un misterio su muerte, incluso para sus familiares.
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El hambre pudo haber sido un catalizador que lo condujo a la muerte. Jhonmary, una líder de la comunidad de El Guarataro, estuvo en los últimos días de Miguel. Ella ingresó a la emergencia pediátrica del hospital para saber el estado de niño, a quien conoció en medio de las actividades sociales que hace en el barrio. Le sorprendió su estado: tenía los ojos hinchados, lo recuerda delgado y pálido.
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Enfermera, dígame qué es lo que tiene el niño–, preguntó Jhonmary.
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Está muy grave, ha convulsionado mucho, y tiene un cuadro de desnutrición fuerte–, le respondió.
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La afirmación de esa enfermera del hospital militar es la única certeza de que Miguel estaba desnutrido cuando ingresó al centro de salud. María tuvo la sensación de que los médicos no le querían dar información sobre lo que le ocurría a su hijo. Lo único que sabía es que convulsionaba por la fiebre y que estaba deshidratado por los vómitos constantes y la diarrea.
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En la mañana del 2 de abril, cuando Miguel comenzó a enfermarse, no quiso comer más el caldo que su mamá le preparó. Tenía fiebre y no se le bajaba con nada. Luego comenzó a vomitar.
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| Foto: Hirsaid Gómez

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El hospital militar es el más cercano a El Guarataro, y por eso María se trasladó con Miguel, ya descompensado, a la emergencia pediátrica. Pretendían mandarla a otro centro de salud. “Me dijeron que allí solo atendían a los militares afiliados”. Un médico residente, al ver el estado del niño, le permitió el ingreso.
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Los cuatro días que estuvo hospitalizado antes de su muerte tuvo convulsiones continuas. A María le pidieron que comprara los anticonvulsivos y le practicara un examen de laboratorio. En el centro de salud no había medicinas ni reactivos para los exámenes. Un retrato de la crisis.
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El acta de defunción de Miguel indica que murió por un shock séptico producto de una infección que afectó su sistema digestivo. Allí no se menciona la desnutrición ni como causa subyacente del deceso. No se sabe más.
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| Foto: Hirsaid Gómez

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La opacidad como regla

María no tenía dinero para alimentar a Miguel; tampoco para enterrarlo. Con la ayuda de Jhonmary y otros vecinos de El Guarataro lograron que les donaran una urna y el terreno donde sepultaron los restos del niño. El velorio fue en la casa de un vecino y sus amiguitos le llevaron dibujos que fueron colocados sobre el pequeño ataúd color blanco.
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Miguel es parte de una cifra que el Estado ha mantenido restringida en medio la crisis alimentaria que atraviesa el país. Las estadísticas que dan cuenta del comportamiento nutricional de la población no se publican desde el año 2014.
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| Foto: Hirsaid Gómez

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El Instituto Nacional de Nutrición, que depende del Ministerio de Alimentación, no ha divulgado el informe del Sistema de Vigilancia de Nutrición y Alimentación de Venezuela (Sisvan), que permitiría confirmar la magnitud del déficit nutricional en la población venezolana. “La desnutrición ya parece una epidemia, una enfermedad contagiosa”, asegura Ingrid Soto de Sanabria, pediatra y nutrióloga del hospital pediátrico J.M. de los Ríos.

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La opacidad se convirtió en una política de Estado. Así como no se divulgan indicadores que midan la desnutrición, desde el año 2014 el Gobierno no publica la Encuesta Nacional de Consumo de Alimentos que levantaba el Instituto Nacional de Estadística (INE). Desde 2017, tampoco el Ministerio de Salud difunde los Boletines Epidemiológicos Semanales, donde aparecen los datos de mortalidad infantil y las cifras de casos de las enfermedades de notificación obligatoria.
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| Foto: Hirsaid Gómez

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Tras la muerte de Miguel, María se fue a Colombia con sus padres; ellos habían emigrado dos meses antes del fallecimiento del niño. Allá sobrelleva el dolor de su muerte, reflexiona sobre lo ocurrido y concluye, sin miramientos, que haberse ido fue lo mejor que le pasó. No quiere que otro de los cinco hijos que le quedan sean víctimas silentes del hambre.

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En cumplimiento con la legislación venezolana, fueron cambiados todos los nombres de los niños y familiares contenidos en el material periodístico publicado en El Pitazo, con el objetivo de proteger su integridad

 

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