Hace más de 50 años, Belkys y Marlenis recibieron su primer regalo de Navidad: unas muñecas de trapos, con trencitas de estambres y vestidos de colores pasteles que fabricaba una vecina. Con seis y cinco años, la pobreza era tanta que nunca habían tenido un juguete, mucho menos uno que no tuvieran que compartir. Ellas son dos de nueve hermanos que crecieron en una casa hecha con cartones y tablas; sin electricidad ni agua. Tampoco tuvieron televisor durante la mitad de su infancia.
Pero Belkys y Marlenis recuerdan varias cosas que no cambiarían ni por todos los juguetes del mundo: una pradera para correr y saltar; un verde intenso y árboles por doquier; un manantial del que sacaban toda el agua que necesitaban; una brisa fría y una neblina espesa a toda hora.
Desde la casa de Belkys y Marlenis, que ya no es de cartón ni de tablas, se ve el cielo que, si se mira fijamente, se confunde con el mar. Aunque el verde de las montañas fue sustituido por un multicolor en el que predominan el terracota de los ladrillos y el gris de los techos de zinc. Desde el kilómetro 11 de la carretera vieja de El Junquito se ven las parroquias Caricuao y Macarao y parte de Los Teques, capital del estado Miranda.
La hacienda cafetalera que se convirtió en los barrios Andrés Eloy Blanco, José Antonio Páez, 5 de Julio, El Cafetal y El Cementerio conecta los kilómetros 11 y 12. Según Belkys, la zona comenzó a habitarse hace más o menos 30 años, cuando algunas familias improvisaron viviendas. Desde que inicia la vía, cerca de la estación de metro La Yaguara, hasta el kilómetro 18, la construcción de las casas sucedió de forma progresiva.
Ha pasado el tiempo, pero Marlenis insiste en que la pobreza no desaparece. “Claro, uno ha progresado, pero esto que estamos viviendo hoy en día en el país a mí no me sorprende, porque nosotros ya vivimos situaciones peores”. Recuerda haber comenzado a trabajar a los 14 años y su hermana Belkys a los 15. Aunque sí admite que durante la última década y sobre todo en el último quinquenio, los problemas se han agravado y su calidad de vida desmejorado.
Carmelo Grasso, carpintero, es vecino de las hermanas, nació en Andrés Eloy Blanco antes de que tuviera ese nombre. El Junquito, como parroquia, fue fundada el 8 de junio de 1987 y tiene parte de territorio que antes formaba Antímano, Macarao y Sucre. De acuerdo con las estimaciones del Instituto Nacional de Estadística (INE), tiene 50.470 habitantes. Hasta el kilómetro 13 hay construcciones que no fueron planificadas, incluso, servicios como el agua funcionan hace apenas 20 años.
Aunque, según lo que recuerda Carmelo, la vida de los habitantes de la parroquia siempre ha dependido de ellos mismos. Gran parte de las calles las construyeron entre los hombres de la comunidad hace 55 años, entre esos, su padre. Cuando aún no había agua en las casas, muchos iban al río a lavar la ropa y bañarse. Luego, su padre, que hacía traslados en un camión, les llevaba agua a sus vecinos en tanques y tobos. El desamparo del Estado no es cosa nueva para ellos.
Para Carmelo, muchas cosas volvieron a ser como antes, aunque no las buenas: las fallas con la distribución del gas doméstico –ahora a cargo de los consejos comunales-, obligó a muchas familias a cocinar con leña nuevamente; a cargar agua en tomas, porque en lo que va de 2019 ha llegado a través de las tuberías solo dos veces; con un transporte público –cuyo colapso se estima en 80% en el municipio-, se retomó la costumbre de «pedir la cola» mientras se camina por la carretera.
Cuando se sube hacia El Junquito desde la vía que comienza cerca de La Yaguara, se deben esquivar huecos, pozos de aguas negras y montones de basura; pero, mientras más se asciende comienza a cambiar el panorama. Hasta el kilómetro 13 se ven cientos de casas de ladrillos, unas sobre otras sin orden alguno, también veredas y escaleras que llevan hacia los barrios. Justo allí, en la unión entre el 12 y el 13, había un mirador bordeado de pinos. Carmelo iba seguido después de clases. Según cuenta, la brisa era tan fuerte que cuando golpeaba los árboles, el rocío que caía era suficiente para que su ropa quedara tan húmeda como si hubiese caminado bajo la lluvia.
Lo que fue un mirador se convirtió en un destacamento de la Guardia Nacional que convive con un botadero de desperdicios y da entrada al Cementerio Jardín Principal del Oeste o conocido simplemente como Cementerio de El Junquito.
Carmelo, Marlenis y Belkys agradecen por el clima bondadoso, por la neblina que a veces no deja ver el cielo y porque las familias que comenzaron a poblar El Junquito cuando no era más que montañas siguen cuidándose entre ellas; pero lamentan que, por ejemplo, los niños de esta época crezcan en un ambiente hostil y violento en el que los papelillos de las fiestas del carnaval fueron cambiados por balas. Mientras ellos vivan, aseguran, insistirán en el respeto y el trabajo comunitario.
Lo rural parece desconocido
Alberto Vázquez vive en Sabana Baja, una zona rural ubicada en el kilómetro 16 de la carretera y para llegar hay que caminar una pendiente de tierra que da a un lugar lleno de casas coloridas y sembradíos. El camino está lleno de flores, resaltan el púrpura y el amarillo. Hay diferentes tipos de verdes, de hojas y de tallos. Huele a madera y a hierbas. Mientras más se camina, más frío se siente y la neblina solo permite ver por donde se circula.
No ha calculado, pero Alberto estima que su terreno suma casi 10 hectáreas. Siembra cebollín, apio, caraotas y quinchonchos, brócoli, lechuga, limón, cambur, maíz, guayaba y hierbas como romero y orégano. También siembra, cosecha, tuesta y muele su propio café.
Se admite feliz en su campo, aunque la precariedad afecta su trabajo e ingresos. Un frasco de 18 litros de veneno para evitar las plagas en las plantaciones durante un mes costaba hasta hace dos semanas 120.000 bolívares, lo que equivale a tres salarios mínimos; pero si lo compra, significa quedarse sin alimentos para él y su familia.
Al campo, que contrasta con las barriadas de El Junquito, solo llegan los problemas, porque ni siquiera los compradores mayoritarios de Alberto bajan hasta su terreno.
Destino turístico olvidado
El pueblo de El Junquito queda en el kilómetro 23, se puede llegar por la carretera vieja desde La Yaguara o por Boquerón, en la parroquia Sucre. La vía, en los últimos kilómetros, está bordeada por pinos y se sabe que el pueblo está cerca porque aparecen quioscos en los que se ofrecen fresas o melocotones con cremas, manzanas caramelizadas y dulces criollos.
Intentar estacionar un domingo es enfrentarse a los vendedores entusiastas que intentan bajar al conductor del carro directo a la mesa del restaurante.
– Mi pana, pruébate este cochinito frito. Barato. No lo vas a conseguir así en ninguno de estos locales.
– Déjame dar una vuelta y vengo, pues.
– Hermano, te estoy dando mi palabra de que es la mejor parrilla que te puedes comer aquí.
Y así por toda la calle. Las ofertas nunca paran. Afuera de los locales suelen verse camionetas del año, con cauchos del tamaño de un niño de 10 años y con cornetas capaces de musicalizar a todo el pueblo. Pero no siempre es así. El Junquito, como destino turístico, parece haber quedado abandonado.
Leonardo Gaete, tiene 40 de sus 58 años viviendo y trabajando en el pueblo. En su establecimiento se sirven parrillas y cachapas. En lo que va de año, que él recuerde, el único domingo en el que había tanta gente como en otros años fue el Día de la Madre. Cree que la hiperinflación y la caída del poder adquisitivo ya no les permiten a los venezolanos recrearse. De lunes a viernes, El Junquito luce como cualquier pueblo olvidado: calles solitarias y un silencio que aturde.
Hasta hace unos cuatro o cinco años, Ingrid Ruíz, comerciante, veía los restaurantes y tascas llenos de familias ansiosas esperando platos de carne. “Ahora muchos recorren toda la calle y almuerzan con el cochino que ofrecen los vendedores en las entradas de los locales”, cuenta con algo de gracia.
Unos de los factores que ha contribuido al abandono del pueblo es la deficiencia del transporte público. Rosmy Quintana atiende un quiosco de dulces desde hace cuatro años y cuenta que el deterioro de la vía y las pocas unidades de autobuses que quedan la afectan a ella y los demás comerciantes. Un pasaje puede costar entre 1.000 y 3.000 bolívares, según la decisión de los colectores.
Luz Marina Dávila coincide y cuenta: “Antes las familias venían y tú veías que compraban un vaso grande de fresas con crema para cada uno. Ahora compran uno mediano para todos”.
El Junquito es fresas, melocotones, carnes y paseos en caballos; pero también es una infraestructura deteriorada. Las paredes están corroídas por las filtraciones y el piso de mosaico incompleto en varias partes. Pero Luz Marina insiste en que el pueblo tiene mucho potencial, solo hace falta trabajar como comunidad para mejorar las fallas y exigirles a las autoridades que garanticen los servicios básicos.
Pero parece que nadie responde por el aseo y ornato del pueblo. El Junquito está dividido entre el municipio Libertador del Distrito Capital y el municipio Vargas, del estado costero. Pero, según, Lucilio Guerrero, de 52 años, ni Érika Farías ni José García Carneiro atienden las denuncias de los habitantes: aguas negras empozadas, falta de gas doméstico y reparación de las vías.
Para Lucilio, El Junquito ya no es un destino turístico. “Esto no es lo que era hace años, para nada”. Recuerda que cuando era pequeño vendía pastelitos andinos y chupetas en la entrada del pueblo y no paraban de pasar carros a toda hora todos los días de la semana. Hoy por hoy, cree que es un lugar de paso para llegar a la Colonia Tovar.
Los lugares son su gente
Emmanuel Silva es el vicario de la Parroquia Nuestra Señora de Las Mercedes y llegó desde el estado Trujillo hace un par de meses y lo que más lo sorprende es la cercanía de la gente: “En ningún lugar la gente es tan dada y tan sencilla. Todos son muy colaboradores”. A pesar de las diferencias políticas, el padre Emmanuel asegura que se impone la hermandad.
La mayor muestra es la labor comunitaria del comedor que funciona en los espacios de la iglesia y que ofrece sopas a personas de bajos recursos dos domingos al mes. El vicario asegura que todos los feligreses están dispuestos a ayudar, incluso en medio de la precariedad, la solidaridad sigue siendo una constante. Para él, El Junquito es así: cálido, aunque esté tan cerca del cielo que el frío congela las manos.