Caracas.- George Von Hartmann sostiene una fotografía desgastada: se ve un terreno llano con una montaña de fondo. Aunque está a blanco y negro, da la impresión de ser un lugar muy verde. Solo se aprecia una casa y un hombre caminando por la única vía que no está cubierta de maleza. Todo lo demás es vegetación. Es la urbanización obrera Altavista en 1947, antes de ser urbanización y antes de llamarse Altavista.
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La familia de George llegó desde lo que hoy es Polonia luego de huir de la Segunda Guerra Mundial. Poco a poco, fueron llegando europeos que, como ellos, vieron en Venezuela un refugio; George es el único de los fundadores que aún vive. Yugoslavos, polacos, rusos, españoles y portugueses construyeron ese sector que ahora forma parte de la parroquia Sucre, en el que habitan aproximadamente 10.000 familias, según el registro que utilizan los consejos comunales para la asignación de cajas de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (Clap).
Lo primero que dicen los vecinos es que Altavista no es un barrio, en comparación con otras zonas como Los Frailes o Los Flores de Catia. Pero sí sufren los problemas de todos los venezolanos, como el desabastecimiento, las fallas de los servicios básicos y la falta de transporte. El que menos los golpea es la inseguridad y eso se lo atribuyen a la convivencia armónica que existe desde la fundación de la urbanización en 1948, cuando la capital venezolana comenzó a crecer hacia el oeste.
El terreno enmontado fue sustituido, poco a poco, por edificios de no más de 10 pisos, locales comerciales, galpones, centros educativos (14 en total), consultorios médicos privados y una cancha techada. La comunidad europea llenó el sector de ferreterías, talleres de zapatería, herrerías, barberías y joyerías.
También hay tres iglesias ortodoxas. Una de ellas, la Capilla de la Santísima Virgen del Manto, fue construida por George Von Hartmann, su padre, su hermano mayor y sus cuatro hermanas entre 1947 y 1948. El doctor Hartmann, como todos los vecinos lo llaman, a sus 90 años está trabajando en la reparación del templo, que en 1983 quedó destruido porque un árbol cayó sobre la estructura de madera.
En esa iglesia se reunían los padres de George Bulo, que llegaron en 1952 de lo que ahora es Ucrania. Él tiene 60 años y ya no puede trabajar; no porque no quiera, sino porque ya no puede producir más calzado en su taller: “No me dedico a nada, mi zapatería está quebrada”. Habla de la economía venezolana, de los negocios cerrados, de todo lo que había y ya no, de Hugo Chávez, de Nicolás Maduro. Se enfurece, lanza improperios, pero luego asegura que no hay lugar como Altavista: “Este es un lugar ideal para vivir. Ojalá todo el país pudiera convivir como nosotros”.
Giovan Rosedoro concuerda con Bulo. Es italiano y tiene 63 de sus 83 años viviendo en la urbanización. También tiene 63 años atendiendo su barbería. Cuando llegó no había edificaciones ni calles asfaltadas, lo que sí había era una sólida comunidad europea que convivía perfectamente con los venezolanos: “Aquí no hay exclusión; nunca la he sentido”.
Altavista ha sido testigo de historias de amor producto de esa coexistencia. Como la de Esperanza Bestaros, española, y Marcos Ruíz, tachirense, que se conocieron hace 47 años. Ella añora la época en la que, al salir del trabajo después de las ocho de la noche, se iban caminando hasta la avenida Sucre para comer helados. Regresaban tarde, tomados de las manos y acompañados por la luna. Ahora, siente tanto miedo que procura llegar a casa antes de que el sol se oculte. Su esposo, más calmado, cuenta que a pesar de todo, Altavista sigue siendo Altavista: “Aquí hay mucha unión y nos protegemos mucho; esto no es una barriada”.
Aunque algunos resienten los cambios negativos que ha generado la crisis económica, política y social que atraviesa Venezuela. Javier Pérez vive en Altavista desde hace 62 años y describe la urbanización como un paraíso; sin embargo, le entristece ver cómo la hiperinflación y la caída del poder adquisitivo no solo acaban con negocios familiares, sino que van destruyendo la ciudadanía. Aun así, sabe que la mayoría de sus vecinos se resiste a perder todos sus valores.
El mes de enero les dejó un sinsabor a los habitantes del sector. La noche del 22, horas antes de que el diputado Juan Guaidó asumiera las competencias del Poder Ejecutivo, se registraron protestas en varios barrios de la parroquia Sucre. Alixon Pizani (16) vivía en Altavista y se convirtió en el primer asesinado durante manifestaciones de 2019. Recibió un disparo en el abdomen. Lo trasladaron desde la avenida Sucre hasta el Hospital Periférico de Catia, pero llegó sin signos vitales.
Cuando alguien menciona el nombre del adolescente, todos hacen silencio. No les gusta hablar del tema, pero concuerdan en que es necesario mantener vivo su recuerdo.
Altavista es, hoy por hoy, una zona popular que creció bajo la influencia de los europeos que huyeron del comunismo y se instalaron para trabajar y ver crecer a sus hijos y nietos. Para Mariángela González y Ángel Cacique, ambos profesores, es importante conocer las historias locales, las más cercanas, para poder mantener una convivencia armónica y desarrollar proyectos y trabajar junto con los vecinos. Asumieron esa tarea, y en julio de 2018 participaron de la creación de la organización Fundación para el Desarrollo de Catia: Catia Posible. “Conocer nuestra historia, saber de dónde somos, nos permite tener sentido de pertenencia. En la medida en que conozcamos eso, entenderemos que podemos y debemos trabajar con nuestros vecinos”, afirma ella.
Aunque la labor de la fundación tiene mucho más tiempo y ha rendido frutos, en enero de 2018 todos lograron que la alcaldía del municipio Libertador mandara camiones de volteo y se recogiera la basura acumulada de más de 20 días sin recolección que llenaba calles y aceras. Luego de eso, decidieron quitar los contenedores, limpiar y recuperar esos espacios. Ahora, gracias a las denuncias, un camión pasa cada noche y todos los vecinos deben salir a botar la basura en el momento para no acumularla en las calles.
Ángel Cacique insiste: “Conocer la historia nos permite decir que somos diferentes”. Mariángela remata: “Al final, esto es una mini ciudad. Aquí convivimos todos sin importar el color político. Aunque no ha sido fácil, hemos entendido que debemos trabajar unidos. Al final, entre todos luchamos por tener la urbanización que queremos. Así debería ser el país”.