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jueves, 28 marzo, 2024

Salir del país y no solo del barrio es la apuesta de la gente de Turumo

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La gente de este barrio, en la parroquia Caucagüita, no sale de sus casas porque no tiene cómo. Las carencias son las mismas que en la mayoría de las zonas populares, pero aquí las dificultades de transporte y la pobreza impiden que sus habitantes salgan adelante y los obliga a estar confinados

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Una sola calle en forma de serpiente que parece no terminar, colmada de casitas de todo tipo que adornan el asfalto de lado y lado. Ranchos, casas de bloques, viviendas pequeñas, algunas con porche, edificaciones de hasta tres pisos y otras que parecen crecer hacia abajo, todas bañadas por un sol que no se apaga. Así es el paisaje en Turumo, uno de los 42 barrios existentes dentro de la parroquia Caucagüita, en el municipio Sucre.

Solo llegar representa un reto. Es casi una hora de viaje si se sube a bordo de una moto. Y, si el traslado se hace en la única línea de transporte que cubre la ruta desde la redoma de Petare, pueden ser hasta cuatro horas, sumando el tiempo que toma esperar que el carro llegue, hacer el recorrido con todas las paradas que implica y, finalmente llegar a la comunidad.

Todo esto si es de día, porque después de las 7:00 pm, a los ciudadanos les toca acudir a los piratas que se ubican en la misma parada de la línea, pero pueden llevar el costo del pasaje de 1.000 bolívares a 3.000 bolívares, siempre en efectivo.

Esta es la opción para los que tienen un trabajo y pueden costear el pasaje. Los que no, entonces están confinados a un encierro a cielo abierto, a vivir sus días recorriendo esa misma calle sin final y viendo pasar sus vidas en medio de carencias que van desde la falta de agua hasta el hambre.


Tengo seis meses metida aquí. A veces me enloquecen los días dentro de la casa y me siento en la puerta a ver a los muchachitos, pero es el mismo cielo, la misma gente con las mismas quejas


En esta comunidad la tranquilidad va a la par con el solazo y los vecinos parecen metidos en una especie de trance de tranquilidad. La calle siempre está caliente y aún con los zapatos más gruesos, el vapor se cuela en la goma y hace que quienes caminen busquen siempre la sombra aportada por algún pequeño techo.

Caminar en ella es ver a su gente sentada, casi acostada en sillas puestas en las aceras, esperando que pase el día. Las casas de bloques resaltan en la arquitectura del barrio, que data -como toda la parroquia- del gobierno de Luis Herrera Campins en 1979, y el poco tránsito de vehículos confabula para que niños de todas las edades aporten color con sus gritos, risas y juegos en medio de las calles.

–Tengo seis meses metida aquí. A veces me enloquecen los días dentro de la casa y me siento en la puerta a ver a los muchachitos, pero es el mismo cielo, la misma gente con las mismas quejas. Todo es igual, aquí nada cambia”- es lo que cuenta Belkys Ochoa, una maracucha que vino a Caracas a buscar mejor vida y se encontró con este confinamiento obligado del que no puede salir por falta de recursos para costear el pasaje de ida y vuelta.

Como Belkys, muchos en la zona prefieren ahorrar lo poco que tienen para que sus hijos puedan bajar a sus escuelas en transporte, al menos tres veces por semana, pues las distancias son muy largas. El resto de los días que no tienen pasaje a los muchachos les toca caminar en grupos hasta 30 minutos sin parar para llegar a clases en la escuela de Fe y Alegría más cercana, ubicada en el sector Las Guacamayas, de la misma parroquia.

Belkys se hace llanto cuando recuerda el trabajo que debe pasar su hija. Para ella lo más importante ahora es lograr que esta joven de 17 años termine el bachillerato para “que se vaya a Colombia y pueda empezar a ayudarme a salir de aquí”. Por eso guarda todo lo que puede para el pasaje que normalmente cuesta mil bolívares, pero que puede alcanzar dos mil o tres mil bolívares en un día de semana.

La historia se repite como el coro de una canción en cada hogar de Turumo. La gente del barrio no sale de sus casas porque no tiene cómo, pero concentra todos sus esfuerzos en que, al menos, alguien de la familia pueda salir del país para ayudar a los que se quedan. Muchos saben que no tienen la posibilidad en el corto o mediano plazo, pero igual sueñan con lograrlo para mejorar sus condiciones.

Es el caso de Yuli Quintana, que a sus 29 años tiene 6 niños y se queja de no tener ningún tipo de recreación que ofrecerle en el barrio. El Turumo en la mente de Yuli “es normal”, con problemas de agua “que viene cada 20 días” y de gas “que nunca llega, porque para acá no sube nada”. La muchacha se pasa el día en la puerta de su casa, una de las últimas de la calle Bolívar del barrio, desde donde le toca “esperar que pase algo, que alguien venga porque en cinco meses aquí encerrada solo cuidando a los niños uno ve cualquier cosa como algo interesante”.

“Pasar el rato”

Algo en común entre los vecinos de Turumo es la costumbre, en total desuso en Caracas, de tomar una silla de mimbre o un mecedor y sentarse en las afueras de la vivienda para “pasar el rato». Así es como lo describe Rosana Polo, una mujer de 46 años, con visibles marcas de desnutrición en su cuerpo y un rostro que la hace lucir mayor.

–Aquí tenemos muchas necesidades, todo lo que está pasando el país, aquí es más grave. Uno come porque un comedor nos ayuda con el almuerzo para mis nietos, pero esa es la única comida que se hace, porque no hay para más nada- dice Rosana.

A medida que se avanza en la serpiente de asfalto que sostiene esta barriada, las necesidades incrementan. La delincuencia, la falta de convivencia, la falta de transporte, la inexistencia del agua y los altos costos de las cisternas son las quejas que se acrecientan. Aracely Arteaga las enumera, pero define como la más importante el hambre que pasa la gente de su barrio.

Esta líder comunitaria logró que el programa Alimenta la Solidaridad abriera un espacio en la zona para ayudar a niños y adultos que lo necesitan y donde comen los hijos de Rosana y otros 45 niños más. Ella, como todos se dice superada por los problemas de su comunidad, pero está del lado de esos que generan acciones para cambiar las cosas. Por eso se relaciona con Jesús Fonseca, un muchacho de 26 años que tiene su barbería en el barrio y ofrece cortes a bajos precios y hasta gratis para los que no tienen cómo pagar, o de Dani Pastrana que tiene una bodega y un mini centro de copiado en el que ayuda a los niños de la zona con sus tareas.

Pero, pese a todo, en la comunidad la nota musical que no se apaga son sus niños. Todos corren sin parar, juegan y parecen alejados de los problemas que los rodean. Sus risas sin control y a todo volumen acompañan el recorrido de los pocos jóvenes y adultos que se aventuran a subir de nuevo las calles y salir del cautiverio para “bajar a Caracas” a buscar mejores oportunidades.

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