Mientras la generación Z lleva incorporado que biología e identidad de género van por sendas separadas, sus familias tienen un largo camino para aprender -o desaprender- un nuevo lenguaje con el cual vincularse. La periodista Daniela Pastrana nos invita a la intimidad de su casa, viaja hasta las raíces ancestrales de México y dialoga con expertos en busca de respuestas no binarias para seguir siendo madre.
“Hace años que convivo con adolescentes que transicionan y en todos los foros públicos me la paso discutiendo con feministas transfóbicas. ¿Tendré yo que hacer luto?”, se pregunta la autora. Este texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023
Por: Daniela Pastrana Arte: Melo
Rebano las cebollas en gajos muy pequeños y trato de concentrarme en los ingredientes. Últimamente se me olvidan las cosas más simples y me distraigo con facilidad. Pienso en el Alzheimer. En mi propio cerebro cansado. Me da miedo.
En la cocina, Andi lava los trastes al ritmo de Britney. Recuerdo lo que hace días quiero preguntarle.
—Hija, ¿cuál es el pronombre que usas?
Andi detiene la friega del sartén. Me mira como tratando de valorar mi tono. Yo, con el cuchillo de la cebolla en la mano, me pregunto si necesito orégano o albahaca.
—¿Por qué lo preguntas?
—Porque veo que tus amigas te hablan en masculino. Pero en casa no has dicho nada, entonces, no sé si quieres tener una doble opción y ser chica en la familia y chico entre tus amigues.
—No sé, en realidad. Pero el pronombre que más me molesta es la.
—Mmm… eso me genera un gran problema.
—¿Por?
—Porque eres lo menos masculino que hay en esta familia.
—Menos ojete, quieres decir.
—Sí, eso. Eres lo menos hombre que conozco.
—Pues sí… es más fácil sentirlo que explicarlo. Solo sé que si hubiera sabido antes muchas de las cosas que sé ahora, me habría ahorrado muchos malos momentos. Por eso quiero la terapia.
—Bueno, ya vamos a ver eso. Mientras, voy a intentar la e, porque no sé cómo llamarte hijo.
Regreso a mis cebollas. Me concentro en hacer cortes muy finos. Andi pasa junto a mí, me abraza de lado, como acostumbra hacer desde que es más alta que yo. Me besa en la frente. Huye a su recámara.
¿De qué me sorprendo? Hace años que convivo con adolescentes que transicionan y en todos los foros públicos me la paso discutiendo con feministas transfóbicas. ¿Por qué, entonces, siento esta extrañeza?
Intento recordar las conversaciones recientes que he tenido sobre el tema. Me dijeron que ya hay una asociación de familias de personas trans y que en la pandemia hubo una “salida del closet masiva”, como si de pronto se hubieran dado cuenta de que la vida hay que vivirla.
Dejo las cebollas y hurgo la historia que muestran los retratos de la pared. Veo a Andi con su cabello largo hasta la cintura, que luego se rapó. La miro antes, en sus clases de ballet. Y de bebé, vestida de hada.
Una amiga que empezó la pandemia con dos hijas que transicionaron me dijo que tuvo que hacer luto. Sus hijas ya no existen. ¿Tendré yo que hacer luto? ¿En qué cambia la persona que he conocido estos 18 años y que hace 8 meses, cuando le cayó el árbol en la cabeza, estuvo a punto de quedar parapléjica? ¿Será menos empática? ¿En qué cambia si es ella o elle o ello o ellu?
Miro su foto sonriéndome, con esa sonrisa que amo, y vuelvo a mis cebollas, que ya no soportan más cortes. No me preocupa ningún luto. Lo que me aterra es que le lastimen.
Pienso en la joven que sacaron del movimiento feminista de la facultad de Filosofía de la UNAM por declararse no binarie. De filosofía, carajo. En la Universidad Nacional. No quiero que le dañen. Pero, ¿cómo evitarlo, en este mundo de mierda, donde cualquiera se cree con derecho a meterse en tu cuerpo y en tu alcoba?
Pongo el aceite en el sartén. Las cebollas están hechas jugo y he olvidado para qué las quería.
México es como una cebolla. Cuando la partes, vas desgranando capas de violencias. Una sobre otra. Es el país de la dictadura perfecta, controlado más de ocho décadas por un partido político omnipresente. El país que se inventó una guerra contra el narco y puso de jefe de la policía al jefe del narco. El país de las 2 mil fosas y de las 120 mil personas desaparecidas en pleno siglo 21. El país que cada día mata a 11 de sus mujeres, y sus cuerpos lastimados se exponen en las vías públicas, como trofeos de guerra. El país que montó su nombre sobre el exterminio físico de un pueblo -Mexica-, y que borró la lengua y negó la existencia de otros cien que sobrevivieron a la Colonia. El país de los periodistas asesinados. El de las masacres de migrantes. El de la violencia vicaria. El de cientos de adolescentes atrapadas en redes de trata.
Ahora que todos los mitos fundacionales se desmoronan, ¿qué hacemos quienes nacimos mestizos, capitalistas, heteronormados, y que, en resumen, no tenemos un ombligo enterrado en una casa a la cual regresar?
¿Qué tanto miedo se ha cultivado en la gente, para que agreda a una persona por su apariencia? ¿Cómo puede ser que sean mujeres, víctimas de incontables violencias, las que encabezan la lucha sin tregua contra las personas trans? ¿Quién alimenta ese odio?
—Andi…
—Madre…
—Estaba recordando cuando fuimos a Baja California a ver las pinturas rupestres y te enfrascaste todo el camino de la sierra con el enfermero francés en una discusión por el lenguaje incluyente. ¿Te acuerdas?
—Ay, sí, ¡ese tipo!
—He estado tratando de recordar esa discusión. Sé que el pronombre es muy importante para ti y que yo tengo que hacer el esfuerzo de acostumbrarme a no decirte hija, pero no entiendo por qué es tan importante y quiero entender…
Andi hace a un lado la computadora. El tema le interesa más que la reseña de cine que escribe.
—Es como si tuvieras un nombre que no te gusta y la gente insiste en llamarte por ese nombre.
Envidio su simpleza para des-pro-ble-ma-ti-zar los problemas. En venganza, aprovecho el interés que conseguí para mostrarle el texto de las cebollas que he escrito en el taller de escritura creativa. Andi lo lee en silencio y lo primero que me dice es que recuerda la escena en otro lugar: en su cuarto. Qué estrés con la memoria. Luego murmura que está muy lindo y dos lágrimas rebeldes se le escurren en el rostro.
Le abrazo.
El pronombre importa.
No hay más que decir.
México ha sido inventado tres veces. La primera vez lo hizo Tlakaellel, un tlatoani mexica que vivió hace unos 600 años y, ante la triste historia de su pueblo, rechazado por todos los pueblos que vivían alrededor del lago de Texcoco, imaginó y reescribió una historia más épica: la del gran éxodo de Aztlán, que jamás ocurrió.
Luego fue el invento de los invasores de Castilla. Ellos pusieron sus iglesias sobre las pirámides y escribieron la historia de un pueblo que encontró en un valle una serpiente (que es el dios de los mexicas) devorada por un águila imperial. Esa historia que no aparece en ningún lado antes de los códices del siglo XV, es la que simboliza nuestro escudo nacional.
En los recorridos nocturnos del Museo Nacional de Antropología, Mario Rodríguez de la Vega nos cuenta más: “Esa historia castellana borró a las mujeres que tenían una activa vida política en los pueblos prehispánicos. Los últimos 200 años nos han contado sólo la mitad de la historia”. La narrativa pedagógica sobre el gran pueblo guerrero habla de diosas, sobre todo de la fertilidad. Nadie menciona a las gobernantas y guerreras que están talladas en las piedras que se guardan en el museo y que, ya mirándoles bien, exhiben sus pechos en las batallas. Y por supuesto, ningún misionero contó, tampoco, las relaciones no binarias que existían. En una conversación sobre el feminismo blanco, con motivo del 8 de marzo, la lingüista ayuuk Yásnaya Gil me explica que la mayoría de los pueblos habla de personas, sin pronombres. El binarismo está en las traducciones.
La tercera invención fue la que hicieron los forjadores de la nación independiente, cuando buena parte de los pobladores de lo que llamaron México no hablaba castellano y no era mexica. La nueva élite mestiza usó el nombre de un pueblo que se había dispersado, impuso una sola lengua y con la categoría genérica de indígenas borró de nuestra gesta histórica a los pueblos sobrevivientes de la Colonia. Hoy quedan 62 de esos pueblos y casi ninguna persona en la Ciudad de México puede decir cuáles son y dónde habitan. Los tenemos en libros y museos. Muertos y en el pasado.
“Nada de lo que hemos hecho ha sido suficiente”, me dijo una vez el poeta náhuatl Mardonio Carballo, en una larga conversación sobre los orígenes de la violencia descarnada y tan sin sentido que habitamos en México desde que existe el país. “Hemos hecho todo para que nos acepten: aprendimos su idioma, sus costumbres, sus formas. Pero nada ha sido suficiente”.
Andi estudia lengua de señas. Comenzó a hacerlo en la pandemia y ha seguido tomando cursos en línea. Ahora está aprendiendo a traducir Sin Miedo, la canción de Vivir Quintana que es un ícono de su generación contra la violencia machista.
En México hay 2.3 millones de personas sordas. Entre 300 y 500 mil usan lengua de señas para comunicarse. Y sólo hay 80 intérpretes certificados.
¿Quién borra a quién? Me pregunto en la víspera del 8M, cuando grupos de feministas transexcluyentes anuncian que harán una marcha contra el borrado de mujeres.
En La invención de los sexos Lu Ciccia desmitifica las diferencias biológicas atribuidas a los cerebros de hombres y mujeres. Pocas lecturas me han provocado tantas conversaciones imaginarias con quien escribe (recientemente, Una ballena es un país, con Isabel Zapata y Fruto con Daniela Rea). Esta, además, me desarma. En cada página va creciendo mi sorpresa frente al engaño de una ciencia blanca, colonial y androcéntrica.
Ciccia recorre la historia de la ciencia moderna y del feminismo para explicar cómo se desarrollaron lecturas jerárquicas de los cuerpos sobre la idea del dimorfismo sexual. Dicho de otro modo, cómo la ciencia entregó a los cerebros de los hombres la potestad de la razón y la inteligencia.
Lo más escandaloso es que el engaño está a la vista de todos: en los laboratorios de la neurociencia, donde los estudiosos del cerebro humano usan ratones machos y aislan a las hembras “para eliminar el sesgo hormonal”.
“la idea de dimorfismo sexual (o neo dimorfismo) sobre la que se fundan las lecturas jerárquicas de los cuerpos fue construida y refinada por el discurso científico como forma de justificar y sostener la estructura social, económica e ideológica que la modernidad requería (…) Para volver posible otras lecturas es necesario mirarnos y mirar los cuerpos de otres: amigues, familia, en la calle, en el colectivo. Mirarnos hasta lograr dejar de reducir la diversidad y multidimensionalidad que se nos presenta a una genitalidad”
El libro cuestiona la causalidad entre biología y comportamiento. Entre cerebro y mente. Desmonta la idea de que nuestro destino está escrito en la biología. También invita a habilitar nuestras incertidumbres.
“¿Existe un sexo objetivo, neutral, universal sobre el que se fundan los géneros, tal como hoy sostiene el discurso científico y muchos feminismos? ¿O acaso son los géneros los que están antes, en el discurso y dan sentido a la idea del sexo, como propusieron en los años noventa las teorías críticas. ¿Y si no se trata de ninguna de las dos cosas? ¿Qué es la biología? ¿Es determinante o para nada relevante? ¿Qué relación existe entre la biología y nuestra identidad de género, nuestra sexualidad, nuestros intereses y deseos? Para una lectura revolucionaria de los cuerpos es fundamental humanizar la ciencia, reconocer sus sesgos y darnos lugar para reflexionar sobre todos estos cuestionamientos”
Intento imaginar la cara de Andi con barba. No me gusta. Tampoco me gustan el aro que tiene en la nariz ni la perforación entre los ojos. Son prejuicios, supongo. Me gusta su cara. Su nariz pequeña. Sus ojos achinados. No quisiera que cambie mucho ese rostro amado. Pero es su cuerpo. Yo bastante tengo con el mío, mis cicatrices, y la gordofobia que le rodea.
Hablamos largo del tema. Les cuento que muchas feministas transexcluyentes de la Ciudad de México, que se asumen de izquierda, están convencidas de que la ideología de género es una doctrina neoliberal que viene de Estados Unidos.
Qué difícil es reconciliarnos con nuestro cuerpo. Perdonarlo. Aceptar que no es todo lo que queremos. Que quizá no somos tan fuertes para pararnos de manos. Que no tenemos ritmo para bailar. Que tenemos pies de Hobbit o voz de Chilindrina. Que no somos tan inteligentes. Que somos introvertidos. Que tenemos la nariz ancha, los ojos caídos, la papada grande.
Para las mujeres es peor. El cuerpo es el primer territorio en disputa, ahí donde hemos tenido que ganar el derecho a tatuarnos, a pincharnos, a gestionar nuestra reproducción.
Miro los cuerpos con sus formas diversas en la playa. Les invento una historia. Me asombra la cantidad de mujeres que tienen tatuajes. Hace no más de 30 años, los tatuajes eran reservados para los hombres. Ahora, las mujeres de todas las edades y grupos sociales están tatuadas o perforadas. Me gusta la idea del cuerpo como una ofrenda a la libertad.
¿Y qué hacemos los sin historia? Es decir, ahora que todos los mitos fundacionales se desmoronan, ¿qué hacemos quienes nacimos mestizos, capitalistas, heteronormados, y que, en resumen, no tenemos un ombligo enterrado en una casa a la cual regresar?
—Todos tenemos una historia— me dijo Yásnaya, compasiva.
En ¿Qué mundo es este?, la filósofa estadunidense Judith Butler habla de las reconfiguraciones postpandémicas que estamos viviendo y asegura que la única posibilidad que tenemos de una vida que merezca pasa por entrelazarnos ética y políticamente.
“Quizá no nos gusten o no disfrutemos las conexiones con las que hemos nacido. Muy pocos entre nosotros elegimos realmente a nuestras familias, por ejemplo. Pero las obligaciones de cohabitación no siempre nacen del amor o de la elección, las relaciones entre nosotros van más allá de la familia, la comunidad, la nación y el territorio. Esta sociabilidad más bien nos lleva en la dirección del mundo”.
Todos tenemos una historia y una identidad. ¿Dónde carajos empezamos a buscarlas?
Andi y yo llegamos a Juchitán, invitados por la familia Cha’ca’ a la fiesta del pueblo de Cheguigo. O Detrás del río en lengua diidxazá, una variante del zapoteco que se habla en esta región. Su fiesta de mayo, dedicada a San Vicente Ferrer Guie’ Cheguiigu, es la única vela que no se hace de noche.
Juchitán es famoso por su comercio y por sus fiestas. En esta zona del país, mayo es una parranda completa. Cada año, desde hace más de un siglo, se realizan fiestas nocturnas, llamadas velas, que originalmente eran rituales y adoraciones a los elementos de la naturaleza, pero se fueron modificando con las liturgias criollas.
Las velas fueron suspendidas dos años por la pandemia, así que este 2023 se esperan con especial ansiedad. En la semana mayor de las velas, los juchitecos gastan 12 millones de pesos y consumen unos 35 mil cartones de cerveza. Nadie sabe cuántos litros de mezcal. Los mayordomos y capitanes tiran la casa por la ventana. Y los invitados no pueden hacer quedar mal a la familia, así que nadie escatima en la producción: huipiles bordados, enaguas con olán, guayaberas blancas y pantalones oscuros, peinado tradicional, con listón y flores, maquillaje, llamativos collares y aretes de oro. Nada es demasiado cuando se trata de lucir el linaje zapoteco.
A Andi le hacen un peinado que recuerda a Frida Kahlo. A mi me ponen una trenza postiza y el listón por abajo, el peinado de las mujeres antiguas. Las pestañas postizas me harán parpadear toda la noche.
En la víspera fue la regada. El mayordomo y sus capitanes recorrieron las calles del pueblo en caravana, a caballo o en carros alegóricos. Repartieron regalos y un brebaje de mezcal con jugos de frutas para el calor. La fiesta siguió con un torito y nadie sabe dar razón de cómo terminó.
Oaxaca es el estado con mayor diversidad étnica y lingüística de México. El pueblo binnizá (zapoteco) es el más numeroso de los 18 que lo habitan. Es conocido también porque desde la época precolombina tiene naturalizado el tercer sexo: los muxes.
Los binnizá llaman muxe gunaa a la persona que fue registrada como hombre pero se identifica como mujer y asume roles femeninos en la comunidad (como el bordado y el comercio). Y muxe nguiu a la que fue registrada como mujer, pero adopta roles masculinos.
En el siglo pasado, los muxes llegaron a ser más de seis por ciento de la población zapoteca. Ahora son menos del uno por ciento. Se dedican, sobre todo a las artes y oficios, aunque también hay algunos profesores y políticos, nos dice Diana Manzo, una de las mejores periodistas de la región.
Ella nos presenta a Pilar de Belén, bordadora de Santa Rosa de Lima, quien nos cuenta que su madre le enseñó a bordar y que desde niña supo que era muxe. Diana también nos explica que, contrario a lo que se piensa sobre la aceptación social de los muxes, en Juchitán hay grupos que los rechazan. Incluso, la Vela mayor no acepta la entrada de muxes. Por eso, ellos han hecho su propia fiesta: La Vela de las Intrépidas Auténticas Buscadoras de Peligro.
Hablamos largo del tema. Les cuento que muchas feministas transexcluyentes de la Ciudad de México, que se asumen de izquierda, están convencidas de que la ideología de género es una doctrina neoliberal que viene de Estados Unidos.
—¡Qué tontería! ¡Sí los muxes existen desde antes de que existiera Estados Unidos! —replica Diana, con su lógica implacable y una enorme sonrisa.
Debo cerrar el texto para Anfibia y ando de muy mal humor. En los meses de trabajo en este texto he ido entendiendo que estoy más cerca de Carolina Sanín que de Rita Indiana. No en la ideología, sino en el modelo de mujer: la que resuelve, provee, enfrenta y siempre se levanta.
Me revienta pensarlo. ¿Por qué no puedo trasgredirme, fugarme con un amor, jotear, ser una villana, o la tonta buena a la que que todos quieren proteger? ¿Por qué soy tan Malena?
Del tema de este trabajo hay cosas que quisiera investigar más. Una es más bien una hipótesis y ni siquiera se si la ciencia ya se lo ha preguntado: ¿Es viable pensar en algún cambio cromosomático en el ADN humano? Es decir, así como hemos perdido cabello por usar ropa, ¿será posible los controles natales y la baja demográfica estén modificando el espectro reproductivo?
Otra tiene que ver con las construcciones sociales. Es algo que tengo en la cabeza desde que conocí a Lola Deyavú y nos contó su historia. Lola es intersex y, cuando nació, un médico decidió que sería hombre. ¿Será que siempre ha habido más personas no binarias de las que creemos, pero estaban invisibilizadas, ocultas en las categorías de marimacha o amanerado?
Un tercer tema que me interesa investigar es la industria de la transición. Porque hay una industria, que viene acompañada de hormonas y psicólogos, operaciones. Y hay quienes ganan con eso.
Pero cada vez estoy más convencida de que en la definición de Andi hay algo más que la genética y la biología. Algo que es político. Que parte de una generación que busca afanosamente la forma de salir de este corset asfixiante de la vida cis. Porque es un binarismo extraño este que tenemos. Un binarismo que de un lado queda bicéfalo. No es un mundo construido para un hombre y una mujer, sino para un hombre y dos mujeres: la santa, que es madre, esposa e hija, y la puta, que es la amiga, la amante y la cortesana.
En la definición de Andi hay algo más que la genética y la biología. Algo que es político. Que parte de una generación que busca afanosamente la forma de salir de este corset asfixiante de la vida cis
Nosotras peleamos contra las santas. Salimos a trabajar, luchamos por gobernamos. Nos batimos en duelo, como Catalina Sforza, y Manuelita Sáenz. ¿Y qué ganamos? Jornadas dobles, triples. Nos quedamos con los cuidados, y ahora, además, tenemos que salir a conseguir la comida y a ser jefas de manada. Ganamos el trabajo; perdimos el hogar.
Andi y sus amigas no quieren eso. No quieren ser un útero convertido en una máquina de reproducción de fuerza de trabajo para el capital. Tampoco quieren ser las mujeres perfectas, las guerreras que todo lo pueden y que, al final de cuentas, dejan en el camino su cuerpo maltrecho.
—Andi…
—Madre…
—¿Te acuerdas que me dijiste que si hubieras sabido cosas que ahora sabes no la habrías pasado mal?
—Ma, ya hablamos de eso…
—Es que no quiero equivocarme con esta historia…
—Es tu historia, má. No la mía…
Qué frustrante puede ser a veces el trabajo de mamá. Una de las madres de personas trans que que entrevisté para este texto me dijo que han sido años difíciles, en los que a veces se desespera, pero ha entendido que “solo desde el amor y la ternura” puede lidiar con su hijo. Otra me contó lo difícil que había sido asimilar la pérdida de sus hijas. “No vimos venir (la transición). Pensábamos que éramos progresistas, pero esto ha sido difícil. Creo que mi mamá lo tomó mejor que yo”.
Por esos días vi con Andi, Everything everywhere all at once (Todo, en todas partes al mismo tiempo), la película que arrasó en los premios Óscar y que usa de pretexto los multiversos para contar la relación entre una madre que vive para trabajar y su hije adolescente, sobreexpuesta a mensajes externos de un mundo que le es muy hostil.
En la escena del multiverso en el que son piedras, cuando la madre intenta disculparse y recibe por respuesta un “solo sé una roca”, Andi me dio la mano. No nos soltamos, aunque a veces es difícil este trabajo de ser madre.
Al volver de Oaxaca recibimos una de las peores noticias de mucho tiempo. Una muerte sorpresiva, cruel, dolorosa, que nos llena de rabia.
Son días de duelo. Dice Judith Butler que ser merecedor de duelo es una condición necesaria para la igualdad. Tiene que ver con que tu vida cuente, con ser un cuerpo que importa.
“Uno podría esperar que la consideración de ser merecedor de duelo pertenezca solo a aquellos que han fallecido, sin embargo, creo que ser merecedor de duelo opera ya en vida, como una característica atribuida a criaturas vivas, aquellas que van por ahí sabiendo que sus vidas, o las vidas de sus seres queridos, puedan desvanecerse en cualquier momento y sin dejar huella”
Es tu historia, má. No la mía
Andi prepara sus exámenes para la universidad. Yo empiezo a tomar clases de salsa y me ocupo en la cocina de las cebollas, papas, y jitomates. Mi memoria no mejora, pero al menos ya no me angustia.
He descubierto, también, que decirle hijo no es tan difícil.
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