Después de caminar la selva del Darién, llegar a México y cruzar el río en el puerto de Matamoros, José Daniel estuvo detenido siete días al intentar entrar a Estados Unidos. Pasó frío y hambre; también se enfermó, pero luego de esta experiencia apreció el valor de la libertad

José Daniel sintió un baño de agua tibia cuando salió de la celda. Estuvo siete días en un centro de procesamiento de migrantes al intentar entrar ilegalmente a Estados Unidos (EE.UU.) después de cruzar la selva del Darién y llegar a México. Pasó frío y hambre; el encierro lo abrumó, pero cuando la brisa rozó de nuevo su rostro, abrazó su libertad. Esta es su historia.

La noche del 14 de febrero de 2024, José Daniel llegó al puerto de Matamoros, en México. Pagó 800 pesos ($50) a las mafias que cruzan a los migrantes y esperó hasta la madrugada, porque a esa hora es más fácil alcanzar lo que algunos llaman sueño americano. Eso le habían dicho.

A las 4:00 a.m. atravesó 50 metros de río en un colchón inflable, junto a ocho personas. Como era un trayecto corto, el costo era módico. Cuando tocó tierra firme, su blue jean y zapatos grises goteaban agua sucia y maloliente. José Daniel temblaba del frío, pero no tuvo oportunidad de cambiarse.

«¿Ya estoy en suelo americano?» se preguntó mientras caminaba por un terreno oscuro y silencioso, rodeado de maleza.  


Te prometo que volveré

José Daniel, migrante venezolano

José Daniel miró al cielo y se persignó. Estaba agradecido por cruzar con éxito aquellas aguas turbulentas donde se ahogó su amigo Froilán siete meses atrás. En medio de la penumbra vio un dron, y tres policías migratorios lo abordaron en segundos.

Dos meses antes, José Daniel, de 36 años, oriundo de los Valles del Tuy, estado Miranda, renunció a su cargo de analista de sistemas en un organismo público en Venezuela. 

Cansado de vivir limitado por su bajo sueldo, de lidiar con la falta de servicios básicos en casa y con la amenaza de un despido en puertas por sus críticas al actual Gobierno, decidió salir de su país como lo han hecho 7,7 millones de personas, según la Agencia de la Organización de Naciones Unidas para Refugiados (Acnur).   

Emigró solo, con apenas una mochila, lleno de nostalgia, pero con la esperanza de lograr una vida menos convulsa, más segura y un buen trabajo. 

“¿Estoy preso?”

«Caminen en fila» fue la primera orden que recibió en suelo americano. José Daniel era el quinto de la hilera. Avanzó 500 metros hasta llegar a una improvisada estructura donde le entregaron una bolsa plástica.  Allí colocó su teléfono celular; su tablet; sus prendas y las trenzas de sus zapatos.

Los 60 migrantes que estaban en el lugar fueron divididos en tres grupos: las familias, las mujeres solteras y los hombres. José Daniel quedó con estos últimos y fue el primero en cumplir con el siguiente paso: identificarse frente a un guardia de migración.

El agente era un hombre alto y corpulento, de piel blanca y cabello castaño claro, que intimidaba a primera vista. Su español no era fluido, pero José Daniel entendía las órdenes. Treinta minutos más tarde abordó un autobús.


En la madrugada te levantan dos veces. A las 1:00 a.m. para hacerle mantenimiento a las celdas y a las 3:00 a.m. para contar a los migrantes con un lector que apunta al brazalete

José Daniel, migrante venezolano

Con su mirada recorrió el vehículo. Las ventanas, con cristales polarizados, tenían rejas y las dos puertas se cerraban con seguro. Al escuchar el pasador, respiró profundo para apaciguar su ataque de pánico. José Daniel sufre de claustrofobia. El trayecto duró una hora. 

Al bajar del autobús, formó otra fila y se quitó los zapatos. Esa fue otra orden. Caminó descalzo hacia un escritorio y le colocaron un brazalete en su muñeca derecha donde se leía BC. La identificación indicaba la celda que le correspondía. Eso lo supo después. «¿Estoy preso?» se preguntó y su miedo se hizo más resistente. Así comenzó su peor experiencia. 

Una especie de cárcel

Un registro biométrico de huellas dactilares y del pasaporte, así como una foto del rostro y de los ojos, antecedieron la llegada de José Daniel a lo que él recuerda como «una especie de cárcel».

En Venezuela nunca estuvo privado de libertad, pero hablar de cárcel en su familia era sinónimo de muerte. En abril de 2021 mataron a su primo Andrés de Jesús en un penal. Ese día hubo un motín. 

«Preso ni en la casa de uno, mijo», solía aconsejarle su mamá; una mujer alegre y optimista que cayó en depresión al emigrar cinco de sus seis hijos. El día que partió José Daniel ambos lloraron a mares. 

«Te prometo que volveré», le dijo con el corazón roto, pero ella murió dos meses después. El último adiós y el cumplimiento de esa promesa quedaron pendientes.  


Son celdas de concreto construidas dentro de carpas inmensas. Las paredes son de bloque, color beige, con negro, las puertas y ventanas son de vidrio

José Daniel, migrante venezolano

El espacio que ahora ocupaba José Daniel, junto a otros 39 migrantes, era de 10 x 20 metros.  No tenía techo, sino una malla que le permitía sentirse más calmado ante su recelo al encierro.

«Son celdas de concreto construidas dentro de carpas inmensas. Las paredes son de bloque, color beige con negro, las puertas y ventanas son de vidrio», describió en conversación con El Pitazo, vía telefónica, el 31 de mayo.

El área cuenta con aire acondicionado para combatir las bacterias. Los gérmenes pueden aparecer, porque no hay posibilidad de que todos los recién llegados se bañen. En el caso de José Daniel no sintió el agua en su cuerpo por siete días; tampoco se cepilló los dientes.  

Un televisor de 40 pulgadas estaba instalado detrás de los vidrios de las ventanas de las celdas. Era el único entretenimiento. Tres películas sin audio se repetían todo el día, solo se leían los caracteres. En la noche se apagaba.

Las horas de dormir no se traducían en descanso. Las colchonetas no alcanzaban y la sábana térmica que les entregaron para arroparse, no protegía de la baja temperatura. José Daniel dormía de cinco a diez minutos. Se despertaba sobresaltado, como la gran mayoría. 

«En la madrugada te levantan dos veces. A las 1:00 a.m. para hacerle mantenimiento a las celdas y a las 3:00 a.m. para contar a los migrantes con un lector que apunta al brazalete», narró el entrevistado. 

En las celdas había cuatro tazas para hacer necesidades fisiológicas, una de ellas para personas discapacitadas. Quienes tenían que utilizarlas se ubicaban detrás de un muro de un metro de alto «con poca privacidad». 

Miedo creíble

A los tres días de encierro a José Daniel le permitieron llamar por teléfono a la persona que lo recibiría en EE.UU. Para ello, lo trasladaron, de noche, al primer centro donde llegó. «Nunca ves la luz del día; solo te movilizan cuando está oscuro», recordó. 

Dos días después le hicieron la entrevista de miedo creíble y regresó a la celda BC. En la tarde, un policía de migración llamó a dos hondureños, a tres nicaragüenses y a un guatemalteco que estaban en la misma área que José Daniel.

Hubo aplausos. El grupo pensó que sus compañeros tenían asegurada la estadía en el país norteamericano, pero la felicidad duró poco. El funcionario les colocó esposas en las manos y en los pies, sujetas con una cadena a la cintura. Los seis fueron deportados «como si se tratara de delincuentes», acota.

Para José Daniel esa fue la escena más cruel que presenció. Esa noche no durmió. 

Burritos congelados 

Todos los días, José Daniel recibía una hamburguesa con jamón y queso, un jugo y una barra energizante a las 6:00 a.m. Al mediodía, un burrito congelado, que nunca se comió, y un sobre con frutas secas. Seis horas después llegaba la cena: otra hamburguesa, esta vez caliente, y un jugo de naranja amargo. 

La entrega de las comidas le permitía suponer las horas del día. En medio del encierro no tenía noción del tiempo. «Trascurrió una semana, pero yo sentí que fueron meses. Con esta experiencia quedé marcado para siempre», afirma afligido.

Los últimos cuatro días fueron los más duros. Un malestar general lo tumbó en una cama; tuvo fiebre, tos y escalofrío. Después de un par de exámenes, un médico le diagnosticó Influenzavirus B y lo aislaron en una celda con otros enfermos. 

«Era un espacio más pequeño, sin televisor, pero me sentí más cómodo porque había una colchoneta para cada uno. Me daban antibióticos dos veces al día, pero no hubo un trato preferencial, solo el tratamiento», asegura. 

¿Legales en EE.UU.?

El 22 de febrero José Daniel pasó a ocupar la celda B2. Era un área grande, con una mesa larga donde había manzanas; paquetes de papas fritas; galletas y jugos. No entendía por qué estaba en ese lugar «privilegiado» y decidió creer lo que un compañero le aseguró: «te quedas en el norte».

«¡José Daniel…!», gritó un funcionario y los aplausos se escucharon de nuevo. Dio 20 pasos hacia un escritorio y vio sus pertenencias. También había un escrito.  «Firma aquí», le dijo el policía y le advirtió: «Si no firmas, serás enviado a Venezuela y por cinco años no podrás entrar a EEUU».  Era una deportación voluntaria. 

José Daniel sintió que su mente se nubló por segundos. Sus manos temblorosas no lograban agarrar el lapicero. Transpiró una vez más y se auxilió de nuevo en la respiración. Este ejercicio lo calmó.

Mientras su sueño americano se desvanecía, el funcionario le garantizó que podía registrarse en la CBP One -una aplicación que se utiliza para conseguir una cita con un oficial de inmigración en la frontera con México y entrar legalmente a Estados Unidos-. Eso lo convenció y firmó. 

En la noche abordó un autobús que lo regresó a México. Fue un viaje rápido. Lo trasladaron a una ciudad desconocida. Al amanecer un vendedor ambulante le dijo que estaba en Reynosa (Tamaulipas).

Han pasado tres meses y José Daniel no recibe respuesta de la CBP One. Sigue en un refugio, tratando de ver la vida menos dura. Él lo llama «un proceso de reconciliación y renacimiento». 

Volver a Venezuela no es una opción en este momento; su casa está vacía, aunque la soledad, su futuro incierto y el trauma que vivió lo hacen dudar cada mañana. En las noches tiene pesadillas y se despierta con lágrimas en los ojos. Son las secuelas de la migración y del duelo no superado.

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