Cuando Amanda Marton tenía cuatro años, su madre se fue de la casa. El diagnóstico fue una bomba en medio de una familia feliz: esquizofrenia. La revinculación, lo no dicho, la sospecha y, unos años después, la suma de todos los miedos: ¿y si es hereditaria? “Quiero hacer y decir todo lo necesario antes de los 30. Por si acaso”, escribe la autora en una crónica que, con honestidad brutal, aborda un tema central de esta época: la salud mental. Este texto se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023
Por: Amanda Marton Ramaciotti Arte: Gastón González
La observo cómo se enjabona. Cómo sus manos pasan la esponja por su vientre, por sus piernas. Está más flaca. Mucho más flaca. Algunos médicos dirían que anoréxica, incluso. Por entonces yo no conocía esa palabra.
La sigo mirando. Nuestros ojos se encuentran y la veo esbozar una sonrisa. Veo su pelo negro y la suciedad que sale de su cuerpo mientras se ducha. Nunca había visto su cuerpo desnudo. Nunca había mirado tan detalladamente a mi madre.
La mayoría de las personas me dicen que me parezco más a mi padre. Ojos y pelo castaños, piel tostada, cachetona, dientes chicos. La analizo. Pelo negro, piel blanca, rostro ovalado, dientes prominentes, como los de mi abuela. Me pregunto si hay algo de mi mamá en mí.
Se sigue duchando. La ducha más larga que alguien se había dado, hasta entonces, en nuestra casa.
Hoy pienso que aquel 31 de julio de 2001 ella no sólo intentaba quitarse de encima la suciedad sino también el día que había tenido y aquellos últimos cuatro años lejos de casa. Se restregaba con furia. Quizás pensando qué vendría ahora. ¿La normalidad? ¿Cómo volver a conectar con su hija de ocho años? ¿Cómo explicarme todo lo que pasó? Quizás simplemente “hace tiempo no me depilo las piernas”.
Todos los días me pregunto cuán parecida soy a mi madre. La duda ya no radica en la apariencia, sino en lo que está adentro.
Mainha, perdóname, pero no quiero parecerme a ti.
Desde niña sé que mi mamá no es cualquier mamá.
Cecilia se fue de la casa cuando yo tenía cuatro años. Por preocupación, por orgullo también, mi papá encendió las alarmas: cambió las llaves del departamento y avisó a todas las autoridades de mi colegio que él y solo él podía ir a buscarme.
Entre 1997 y 2001 yo prácticamente no vi a mi madre.
A veces algo golpeaba la ventana de mi pieza. Cuando la abría, me encontraba con una lata vacía con una pequeña carta. Mi tesoro y nuestro secreto porque yo ya había aprendido a leer.
La carta tenía como destinatario a: Amanda, Amandinha, Rouxinol (ruiseñor), Beija-Flor (picaflor) y Narizinho (nariz chica). El remitente, mi mamá, preguntaba a esas cinco niñas cómo estaban, cómo les iba en el colegio, si se cuidaban entre hermanas. Decía que las extrañaba mucho y que se estaba esforzando para volver a encontrarlas en breve.
Había un problema: yo no tenía —y no tengo— hermanas.
80 millones de personas (1 % de la población mundial) tiene esquizofrenia. No depende de condiciones económicas, sociales o culturales. No hay un factor exclusivo que explique su origen, ni un estándar exacto de los síntomas de quienes la padecen.
La palabra nació recién a principios de 1900, con la investigación Dementia precox oder Gruppe der Schizophrenien. Hasta entonces, a las personas que experimentaban alucinaciones o delirios se les decía “dementes precoz” o -la más típica- “loco”.
Schizophrenien, del griego skizhein (rajar, separar) y phren (entrañas, alma, mente). Rajar y separar entrañas, alma, mente.
De niña la palabra me disgustó. Demasiado parecida a esquisito, raro en portugués, mi lengua materna. Y mi madre, aunque pensara que tenía cinco hijas, no era esquisita.
Aun así, esquizofrenia es una palabra ideal para revelar qué le pasa a una persona tras recibir ese diagnóstico. Su mente actúa por cuenta propia, y socialmente deja de ser vista solo como una persona. Pasa a ser una persona con esquizofrenia. Un paciente.
En mi casa, eso pasó con Cecilia. Desde que la diagnosticaron en 1993 -año en que nací-, preguntas simples como “¿Cómo está Cecilia?”, empezaron a venir acompañadas de un tono condescendiente. De la mano con adjetivos como “pobrecita” o afirmaciones como “que se cuide”.
Repaso los acontecimientos del año 2001. Atentado a las Torres Gemelas. Inicio de la guerra contra Afganistán. Victoria de Berlusconi en Italia. Prisión domiciliaria para Augusto Pinochet en Chile. La primera película del Señor de los Anillos. El mitin más grande de la organización criminal PCC (Primer Comando de la Capital). El fallecimiento del escritor Jorge Amado. La inesperada muerte de Cássia Eller, gran exponente de la Música Popular Brasileña y una de las cantantes más queridas en mi familia. El secuestro de Silvio Santos.
El acuerdo más importante que hicimos con mi padre: nunca preguntarle a mi mamá qué había sido de su vida aquellos cuatro años en los que no estuvo con nosotros.
Muchos de esos temas los vi en el colegio. Los estudié más tarde: para la prueba de aptitud universitaria, en Periodismo y luego en Ciencia Política. Los conversé con amigos. Muchos de ellos cambiaron el mundo, Brasil, o al menos la esfera cultural.
Para la eterna niña dentro de mí, lo único realmente importante del 2001 es que mi mamá volvió a la casa.
Encuentro mis diarios de niña:
31 de julio de 2001
Querido diario,
Hoy fue un día raro, pero ya es el más feliz de mi vida. Vi a mi abuelita Sônia y ¡MI MAMÁ VOLVIÓ A CASA!
Me da igual volver al colegio hoy. Mi mamá está en casa.
Besos,
Amanda.
—
1 de agosto de 2001
Querido diario,
Hoy le conté a la Thatha que mi mamá volvió a casa. Ya no tenemos que pensar en planes para que mi papá encuentre a una mujer.
Besos,
Amanda.
—
31 de agosto de 2001
Querido diario,
No he escrito desde hace tiempo, lo siento. Pruebas, ballet, cambios en la casa por mi mamá.
Pero lo más importante: ¡Hace un mes que ella está acá!
Disculpa si no te cuento más.
Besos,
Amanda
Cuando tenía 20 años los 30 se convirtieron en una meta. Alcanzar algo que no sabía si sería posible o no.
Hace 10 años supe que, por ser hija de una mujer diagnosticada con esquizofrenia, podría llegar a tener la misma enfermedad. La preocupación vino de la mano con una pequeña esperanza: si hasta los 30 no tenía un brote psicótico, la probabilidad de tener lo mismo que mamá bajaba a los mismos niveles que el resto de la población.
Mi madre me ha enseñado que el amor siempre sobrevive. Esa es la mayor y la más linda de las locuras.
La única que, si posible, quiero mantener por siempre.
Desde que mi mainha volvió, papá ordenó una serie de acuerdos que rigen nuestras vidas hasta hoy.
Nunca vimos, en su presencia, películas como “Alguien voló sobre el nido del cuco”, que le brindó a Jack Nicholson el Oscar de mejor actor en 1975; “12 Monos”, cuando Bruce Willis interpreta a un hombre que viene del futuro y lo internan en un hospital psiquiátrico junto a Brad Pitt; o “La isla siniestra”, en la que Leonardo Di Caprio es un agente federal que busca a una paciente psicótica que ha desaparecido misteriosamente de su pieza. Por eso, cuando íbamos a videoclubs y los empleados preguntaban qué tipo de cine nos gustaba o cuáles eran nuestros actores favoritos y mi mamá contestaba “de suspenso, drama y mis predilectos son Nicholson, Pitt y Di Caprio”, nuestra misión con mi papá era desviar su atención de esos títulos y decirle que eran “muy pesados, mejor veamos una comedia o un romance”.
Los amigos de mi papá, casi todos artistas y arquitectos, fueron advertidos que en nuestro hogar estaba estrictamente prohibido el uso de drogas. El psiquiatra de ella había advertido que su consumo podría vincularse a manifestaciones de su enfermedad.
La palabra “loca” estaba prohibida.
Y, quizás, el acuerdo más importante: nunca preguntarle a mi mamá qué había sido de su vida aquellos cuatro años en los que no estuvo con nosotros.
Se dice que la esquizofrenia puede ser desencadenada por un entorno familiar abusivo y violento. Se dice que el uso abusivo de drogas —desde la marihuana hasta la anfetamina— puede gatillar la enfermedad. Se dice que la esquizofrenia tiene una predisposición genética, que puede o no ser hereditaria.
Casi no hay consensos en cuanto a su origen. Tampoco en cuanto a los primeros casos. Hipócrates ya hablaba de locos en la Grecia Antigua. ¿Habrán padecido de lo mismo que Cecilia?
A veces, cuando recuerdo el pasado, pienso que fui una niña cruel.
Quizás uno de los casos más bien documentados asociados a la esquizofrenia sea el del rey sueco Christian VII, quien sufría delirios, alucinaciones y comportamiento errático y paranoico. O James Tilly Matthews, un británico internado a fines de 1700 en un hospital psiquiátrico y cuyos registros muestran que se imaginaba una máquina aérea controlada por un grupo llamado “Los Desvelados” y que tenía la capacidad de manipular su mente y afectar su comportamiento.
Hace algunos días tuve una discusión con mi pareja. Estaba cocinando y me distraje tanto que puse el hervidor eléctrico en la cocina a gas.
-¡Pero amor, qué estás haciendo! -lo oí gritar.
Me asusté. Mis manos temblaron y el olor a quemado me catapultó al pasado.
Tiene que haber sido algún día del año 2000.
Por un acuerdo hecho en tribunales, cada cierto tiempo mi padre me tenía que llevar donde mis abuelos para ver a mi mamá. En determinado momento del encuentro -siempre muy desafortunado-, ella se fue a duchar.
Poco tiempo después, un olor a quemado impregnó la casa. Mi abuelo y mi papá golpearon la puerta del baño repetidas veces, mientras mi abuela trataba de retenerme en la cocina diciéndome que todo estaba bien, que me había preparado un queque de chocolate.
Logré desprenderme de sus brazos justo cuando ellos lograron abrir la puerta y todos vimos: una panty negra, la misma que mi mamá estaba usando bajo su falda minutos antes, quemada, envolviendo la ampolleta del techo.
“¿Qué les pasa? Solo estaba tapando la cámara porque no quería que me miraran mientras me duchaba”, nos dijo Cecilia.
A veces, cuando recuerdo el pasado, pienso que fui una niña cruel.
Es una imagen recurrente. Yo, estirada en la cama de una plaza, ocupando todo el espacio posible. Estoy consciente de que mi dulce madre no puede acurrucarse conmigo ahí. Y eso es lo que busco. Quiero tenerla, en ese momento, lejos de mí. Siento en ella el olor a enfermedad, esa que escuché en la boca de mi padre y abuelos, esa cuyo nombre casi no logro pronunciar: esquizofrenia.
Tenía, en ese entonces, cuatro años. ¿Cómo pude hacer eso?
Daría todo por volver a ese momento. Mamáa, acurrúcate conmigo. Mainha, ven aquí, abrázame. Má, tengo miedo.
Estoy en estado de alerta constante.
Mi cabeza no para. Tengo cinco trabajos en simultáneo. Mientras hago algo estoy pensando en otras diez cosas. Me cuesta relajarme. A menudo me pillo preguntándome si algo que estoy diciendo o pensando es desquiciado. Me obsesiono con los temas. Puedo leer más de 80 libros en un año. Me cuestiono si alguna vez ya fui tóxica. Me cuesta dejar ir. Cosas, personas, situaciones. Me enorgullece mi memoria. Me apasiona mi profesión. Me gusta entender el pasado. Quiero hacer y decir todo lo necesario antes de los 30.
Por si acaso.
Por si mi mente falla.
Por si pasa algo.
A veces nuestros cuerpos son nuestros únicos enemigos. Son una verdadera mierda.
No hay una diferencia estructural o anatómica en el cerebro de esas 80 millones de personas que viven con esquizofrenia y quienes no. Lo que sí existe es una distinción en la actividad cerebral y la conectividad neuronal de quienes tienen la enfermedad.
Algunas investigaciones más recientes proponen que la esquizofrenia incluso puede nacer como consecuencia de un exceso de actividad en la sinapsis dopaminérgica. Una hiperactividad de los receptores de dopamina. La misma dopamina que nos genera placer al comer algo delicioso. O hacer el amor, besar, ser reconocidos, recibir un piropo.
La enfermedad de Cecilia jamás le impidió educarme. Con ella aprendí a no juzgar a las personas, a leer compulsivamente, a enamorarme del Periodismo y de la Historia, a sensibilizarme frente a una injusticia, a escuchar, a intentar ser menos peleadora, a agradecer a todos por todo. Mi madre fue quien me enseñó la importancia de reconocer los errores. A perdonar. A no ser tan orgullosa. A cómo cuidar los cólicos menstruales. Ella estuvo a mi lado en mis muchas caídas y las veces que me levanté. Ella me advirtió cuando no le gustaba el comportamiento de algún amigo. Ella me abrazó tras una decepción amorosa. Ella celebró mis logros.
Quiero hacer y decir todo lo necesario antes de los 30. Por si acaso. Por si mi mente falla.
El Día de la Madre pasado, a diferencia de otros, no pensé en los días en que mi mamá no estuvo presente -física o emocionalmente-. Pensé y sentí que ella sí estuvo y está aquí, con su exquisita manera de ser.
Aun así, lo siento, mainha: si tengo tu enfermedad, aborto. No quiero que mis hijos pasen por lo mismo que pasé yo. Esa es una causal suficiente para mí.
Cuando le planteé la posibilidad de que yo tuviera esquizofrenia a mi papá, él fue incapaz de decirme nada. Solo golpeó la madera tres veces y cambió de tema. Con mi mamá no lo hemos hablado.
Me gustaría ser más como ella. Más sencilla, menos peleadora, más reservada, menos trabajólica. Más dulce.
Pero no su enfermedad. No, no.
Me vuelvo a obsesionar. ¿Tendré que tomar haloperidol y/o clonazepan? ¿Tendré que pasar por sesiones de estimulación cerebral profunda -más conocida como electroshock-? ¿Tendré tics nerviosos? ¿Cuáles serán mis delirios? ¿Requeriré contención mecánica? ¿Me pasaré los días creyendo que me están mirando? ¿Generaré daños a las personas a mi alrededor?
Nunca supe bien qué había sido de mi madre durante aquellos años en los que no vivió con nosotros. Solo supe que, a su retorno, todos los meses teníamos que acompañarla a la oficina de João Paulo Lian Branco Martins -o, como se le conoce en mi familia, el Doutor (doctor) João- y relatarle a aquél hombre cómo ella estaba.
¿Qué puede informar a un psiquiatra una niña de ocho años? Pues que está contenta con la llegada de su madre. Que no ha sido fácil el proceso de adaptación de Andrés, mi padre —quien, en ese entonces, no dejaba siquiera que mi mainha me cocinara un queque—. Que todas los días le da el remedio de la mañana y de la noche, y le pide que levante, baje y ponga la lengua para fuera para asegurarse que se lo ha tragado, tal como le ha enseñado el papá.
Durante mucho tiempo me desagradó el Dr. João. Su forma de dirigirle la palabra a mi mamá. De hacerla bajar la cabeza. Cómo usaba palabras complicadas para explicar cosas simples y su incapacidad de demostrar sentimientos. También me molestaba en exceso la manera en que apoyaba a mi padre en todo lo que él le decía. Una suerte de compañerismo y reciprocidad masculina que yo veía injusta, puesto que se enfrentaban a una menor de edad y a una paciente.
Sin ganas de contradecir a mi padre en el consultorio, a la salida yo tomaba el rol de reprocharle por su consciente omisión de los hechos.
“Papá, ¿por qué cuando el doctor retó a la mamá por no salir más del departamento tú no le dijiste que tú se lo pediste? Papá, el doctor se enojó porque mi mamá está fumando mucho, pero tú también lo haces… ¿Por qué no le dijiste que los dos están fumando demasiado? Papá, ¿por qué..?”. El camino de más de 20 minutos de taxi se transformaba en alguna nueva discusión y yo culpaba al Dr. João de todo aquello.
Por suerte todo pasa y la distancia temporal nos permite analizar con mayor imparcialidad los hechos. A mis ojos, João pasó de ser mi enemigo a ser mi aliado en esta constante batalla contra la esquizofrenia de mi mamá. Es a través de él que, hasta hoy, me entero de detalles sobre cómo está mi madre. Y de cómo él cree que estoy yo.
A veces pienso que ni yo ni mi padre existimos plenamente entre 1997 y 2001. Cualquiera que se dedique a ver los álbumes de fotos que tenemos pensaría lo mismo.
Hay que aclarar algo: antes de su primer brote, Cecilia ejercía como historiadora y fotógrafa. Este último era su trabajo principal. Estar detrás de los lentes era su gran pasión. Sus fotografías llenaban las reuniones de amigos de alegría, siempre querían ver su registro, que también tomaba las páginas principales del diario O São Paulo, donde trabajaba.
La enfermedad de Cecilia jamás le impidió educarme. Con ella aprendí a no juzgar, a leer compulsivamente, a intentar ser menos peleadora, a agradecer a todos por todo.
En el departamento donde nací teníamos una sala de revelado de fotos y mi mamá muchas veces se dedicaba a registrar mi crecimiento al lado de mi padre. Ella rara vez salía en las imágenes.
Tenemos álbumes llenos de registros de cuando nací. De cuando tenía 1, 2, 3 y 4 años. Salvo las fotos oficiales del colegio, no tengo nada de cuando tenía 5, 6, 7 u 8 años.
Esa ausencia es como el vacío de ella en la casa. Un salto temporal sin sentido. Sin luz. Sin ella. Sin nada.
Cada cierto tiempo googleo la palabra esquizofrenia.
Resultados más recientes disponibles: “trastorno mental grave…”. “Trastorno psiquiátrico crónico caracterizado por pensamientos distorsionados, alucinaciones, y/o delirios…”. “La complejidad de una enfermedad desoladora”. “Caracterizada por pensamientos distorsionados”. “Asunto de difícil comprensión”. “¿Es una enfermedad resultado de una posesión demoníaca?”. “Esquizofrenia aplicada a los asesinos en serie”. “El borde de la realidad y la consciencia”. “Violencia y esquizofrenia: un análisis clínico”. “Aumento de esquizofrenia vinculado al consumo de marihuana y otras drogas”. “Drogas para lidiar con la esquizofrenia”. “Esquizofrenia y su estigma social”. “Las voces y el laberinto, 5 historias de la esquizofrenia”. “Esquizofrenia política”. “La esquizofrenia no se puede curar”. “La esquizofrenia es la enfermedad mental más temida”.
Cierro el computador. Y en la noche, como nunca, rezo.
Me siento una espía. Cuando hablamos, registro en mi mente si lo que ha dicho es coherente, si hay una conexión clara entre una idea y otra o no. Alguna vez su psiquiatra me dijo que mi mamá es muy hábil en tener un discurso memorizado, para driblar, como la mejor de las futbolistas, cualquier adversario que pudiese identificar la falta de nexo en lo que dice.
Ese guión, según el doctor, consistía en: “Estoy bien, en la medida de lo posible. Estoy haciendo mis cositas, saliendo a tomar un cafecito, a pagar las cuentas. Estoy limpiando la casa, publicando mi trabajo en Facebook… ¿Te he contado de qué se trata el libro que estoy leyendo?”. Una persona que no la conoce diría que está todo bien. Pero hay que ir más allá. Por eso, la espío.
Verifico sus redes sociales diariamente y veo sobre qué escribe. En qué tono. A qué horas. Si es agresiva o amorosa. Si tiene sentido o no lo que está planteando. Si en las fotos que sube está con la misma ropa de ayer o no. Su postura. Su mirada.
Cuando hablamos por teléfono, busco salir del guión. Le comento específicamente sobre alguna noticia de actualidad o una película que ambas hayamos visto, y la invito a comentar sobre ella. Si se acerca una fecha importante, le pregunto en qué día estamos y si recuerda qué aniversario o cumpleaños está por venir. Si es fin de semana, la duda es si va a salir a pasear o no, y por qué sí o por qué no.
Es ahí, en los detalles, donde percibo cómo está mi mainha.
Mensaje publicado por mamá. Fecha: 17 de junio de 2019. “No es porque en el otro EXTREMO O AQUÍ del planeta alguien se tiró un pedo que no podemos pedir, sugerir, actuar: VIDA. Me disculpo, y con frecuencia, incluso, también, por los errores cometidos en mi contra”.
Mensaje publicado por mamá. Fecha: 25 de julio de 2019. “Un lindo y llorado libro que leí, llamado ‘El pájaro raro’, de Jostein Gaarder, de Cia das Letras, cuenta muchas historias sobre lo que nos gusta y no nos gusta contar”.
La enfermedad de Cecilia jamás le impidió educarme. Con ella aprendí a no juzgar, a leer compulsivamente, a intentar ser menos peleadora, a agradecer a todos por todo.
Mensaje publicado por mamá. Fecha: 30 de agosto de 2019. “Levantando los adelgazados, enfurecidos, ofendidos, explotados, agredidos, oscurecidos, hinchados, expoliados: VIDA”.
Nervios.
Llanto.
Meses sin mensajes publicados. Y finalmente, en mi cumpleaños de 2020, en plena pandemia: “Feliz cumpleaños… Feliz cumpleaños… Feliz cumpleaños… Para felices cumpleaños, en continuidades, de lo que entiendes por vida, sobre mi amor… Amandinha… Amandinha… Amandinha… Hoy es día 8 de mayo, en el que cumples 27 años de edad. Voy a contar, entonces, la historia del papel higiénico. El papel higiénico no puede faltar en la casa, pero, saben, la servilleta, el pañuelo, la toalla nova y hasta el diario, limpiecitos, y claro, funcionan… Con todo eso, la buena educación aprendida, no puede faltar, para mejorar. Limpiar, separadito, los cuerpecitos, en la frente y en la espalda, desde niñas… El papel higiénico, como el nombre dice, ayuda mucho, mucho, en los cuidados para la salud, y así, todo va a mejorar. Secando las lágrimas, con el papel higiénico, no se olviden que a nuestro Dios no le gustan las provocaciones, para quienes nos desconsideran, por lo que somos… Con las necesidades debidamente atendidas, ruego a Dios por ustedes y para que el mundo sea más humano, mucho menos injusto y mucho más fraterno.. La mamá, Cecilia…”.
Risas.
Llanto.
Papá: “Tú nunca conociste a la mujer con quien me casé”.
Así, sin más. Sin cuidados. Con frustración. Con furia en una tierra donde no hay culpables tangibles. Solo una enfermedad incomprensible.
“¿Sabes lo que es casarte con la mujer de tus sueños, enamorarte, ir a vivir juntos, y que de repente todo cambie? Me casé tan enamorado. El amor es para pocos, hija. El amor es para pocos. Pero paciencia…”.
Pregunté “por qué”. Escuché la descripción de una completa desconocida. Una Cecília soltera, extremadamente risueña —aunque tímida—, que fue muy polola antes de conocer a Andrés. Una Cecília que llegó a tener como pareja a un hombre 15 años mayor que ella, que quedó embarazada y, conociendo a sus padres-católicos-conservadores, optó por abortar. Una Cecília que decía garabatos, que era buena para las fiestas, a quien le gustaba ir de viaje, que fue a vivir con unas colegas de trabajo y que no pensó dos veces antes de invitar a mi papá a compartir su pieza con ella. Una Cecília cuyos círculos de amistad eran diversos en todos los sentidos de la palabra. Una Cecília que es mi mamá y que es opuesta a mi mamá.
Mi madre es otra. Y mi madre ha sido muchas.
Lea las demás crónicas aquí