Ernesto Contreras vivió en Colombia, Ecuador y Perú, pero en ninguna de estas naciones encontró la estabilidad económica que buscaba cuando salió de Venezuela, así que decidió probar suerte en Estados Unidos, luego de cruzar la selva del Darién y recorrer al menos otros seis países

Durante cuatro años, Ernesto Contreras vivió en tres países de América del Sur. La falta de comida y empleo lo empujaron a salir de Venezuela; sin embargo, en ninguna de las tres naciones donde emigró logró la estabilidad económica que buscaba. 

En medio de su desesperación, su única alternativa fue escapar de nuevo, pero esta vez lo hizo mirando hacia el Norte. Cruzó la peligrosa selva del Darién y actualmente vive en Estados Unidos (EE. UU.), con secuelas psicológicas por las duras experiencias que vivió y con la añoranza a flor de piel, porque sus afectos, entre ellos, su mamá, siguen en Venezuela.   

Contreras es uno de los 6.041.690 venezolanos que han dejado su país hasta febrero de 2022, de acuerdo con los datos que maneja la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes de Venezuela, coliderada por la Agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). 

4.992.215 de estos venezolanos están en América Latina y el Caribe, principalmente en Colombia (1,8 millones), Perú (1,3 millones), Ecuador (508.900) y Chile (448.100). 


Comencé a vender chucherías en las calles, pero la ganancia era poca. Luego, trabajé unos meses descargando mercancía en un mercado y estuve un poco más estable; sin embargo, un día ocurrió un episodio que me decepcionó

Ernesto Contreras

Un caminante sin destino definido

Contreras, de 28 años, abandonó su país en noviembre de 2018. Viajó por carretera desde los Valles del Tuy, estado Miranda, hasta Maracaibo, estado Zulia, y por Maicao, llegó a Magangué, un municipio colombiano, en el departamento de Bolívar.

Su único patrimonio eran dos teléfonos celulares que entregó como garantía de pago en una pensión mientras conseguía trabajo. Una semana después lo contrataron en un autolavado. 

“El tiempo no era favorable porque estaba lloviendo así que lo que ganaba solo me permitía pagar el arriendo y comprar algo de comida; pero los alimentos no me alcanzaban y volví a pasar hambre, tal y como me ocurrió cuando estaba en Venezuela”, recuerda en entrevista concedida a El Pitazo, vía telefónica, el 5 de agosto.

Una tarde de junio, al regresar de su trabajo, Contreras decidió mudarse a Medellín. Una coterránea, a quien conoció en Colombia, lo acompañó en su aventura de recorrer 570 kilómetros. 

La lluvia y el frío no los abandonaron en el trayecto. Salieron a pie y siguieron algunos tramos en cola. Las plazas públicas los cobijaban en las noches. Demoraron ocho días en medio de un camino incierto que les dejó ampollas en sus pies, deshidratación y cansancio.   

En Medellín, Contreras trabajó en una construcción. Como estaba ilegal, le pagaban la mitad del salario. “No hice diligencias para arreglar mis papeles porque no estaba seguro de quedarme en esta ciudad. Y no me equivoqué, porque solo duré cinco meses. Aquí la vida es muy cara y no hay trabajo”, señaló.  

Huellas en el asfalto

Un amigo que conoció en Medellín convenció a Contreras para mudarse a Ecuador, con la promesa de que tendría empleo en un restaurante. A mediados de diciembre agarró su mochila y fue dejando sus huellas en el asfalto. Las ampollas volvieron a aparecer en sus pies y llegó sucio a su destino. El hollín, producto del tráfico, cubría parte de su cuerpo.

“En febrero de 2020, al cumplir dos meses trabajando en el restaurante, comenzaron los casos de COVID-19, así que el negocio cerró y otra vez quedé desempleado. Fue poco lo que pude ahorrar en ese tiempo para mantenerme mientras duró la cuarentena. Gracias a Dios el amigo con quien viajé me auxilió y sobreviví comiendo a cuentagotas”.

Contreras duró encerrado al menos tres meses. En ese tiempo padeció coronavirus. Una vez superada la emergencia sanitaria en el país ecuatoriano, buscó trabajo, pero la recesión económica se acentuaba con el paso del tiempo y ninguna empresa lo contrató.

“Comencé a vender chucherías en las calles, pero la ganancia era poca. Luego, trabajé unos meses descargando mercancía en un mercado y estuve un poco más estable; sin embargo, un día ocurrió un episodio que me decepcionó”.

Contreras recuerda ese día porque coincidió con el cumpleaños de su mamá: 25 de agosto de 2020. En la mañana, el joven llevaba en el hombro una cesta de tomates cuando de pronto un hombre que le pasó a un lado le metió el pie y le dijo: “vete de aquí”. Contreras cayó al piso.

“Los tomates rodaron por el mercado y me lastimé un brazo. Mi jefe no creyó que el ataque había sido a propósito y me despidió sin darme ni medio. Alegó que parte de la mercancía se había perdido”, recuerda con pesar.

De Ecuador a Perú  

Contreras no quería estar más en Ecuador. La xenofobia y el ataque personal del cual fue víctima lo atemorizaron. Su nuevo destino sería Perú. Dos primos le prometieron recibirlo.

Volvió a caminar, pero esta vez lo hizo solo, aunque en la vía se consiguió muchos coterráneos tratando de ir de un país a otro, como parte del éxodo de venezolanos. Luego de ocho días llegó a Lima y consiguió trabajo en una zapatería.

“Allí estuve un año y siete meses. Después hubo reducción de personal y me botaron. Durante ese tiempo ayudé a mi mamá con sus gastos en Venezuela y fui ahorrando para tener un piso económico”.

En abril de 2022, Contreras comenzó a coquetear con el sueño americano. Sus dos primos y las redes sociales le despertaron el interés por vivir en Estados Unidos. En julio tomó la decisión de irse, a escondidas de sus familiares en Venezuela. 

“No les dije nada para no angustiarlos, sobre todo, a mi mamá. Ella me había advertido que era muy peligroso emprender esa travesía, principalmente porque tenía que cruzar la selva del Darién”, señaló.


Cuando estás en la selva, solo te queda pedirle a Dios que te proteja. Es muy duro y sientes mucho miedo de que te roben, te violen, te encuentres un animal salvaje, te caigas de una montaña o te lleve el río. Yo pensaba en mi mamá, porque si me pasaba algo, ella no lo podría superar…

Ernesto Contreras

Un territorio inhóspito 

Contreras y sus dos primos atravesaron parte de Perú, Ecuador y Colombia para adentrarse en el Darién, un inhóspito territorio de 575.000 hectáreas que separa a Colombia y Panamá. Pasaron seis días con los zapatos llenos de lodo, sucios y los pies hinchados. 

Finalmente superaron la prueba de supervivencia que significa caminar por ese pasadizo que cruzaron al menos 28.079 venezolanos desde enero a junio de 2022, según cifras de Migración Panamá.

“Cuando estás en la selva, solo te queda pedirle a Dios que te proteja. Es muy duro y sientes mucho miedo de que te roben, te violen, te encuentres un animal salvaje, te caigas de una montaña o te lleve el río. Yo pensaba en mi mamá, porque si me pasaba algo, ella no lo podría superar, así que intenté salir de ese lugar lo más rápido posible. Solo hicimos los descansos necesarios”.

¿Qué les dices a quienes siguen cruzando por este territorio?

-Que lo piensen bien, porque es mucho más difícil de lo que la gente cuenta y se ve en los videos. Hay que estar allí para tener conciencia del peligro. Los niños y las mujeres son vulnerables. Yo ayudé a una joven que encontré llorando. Me dijo que la habían violado y los hombres se llevaron a su esposo. Esas cicatrices nunca se curan. 

12 horas diarias de trabajo

Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, El Salvador y México fueron algunos de los países que recorrió el joven venezolano para llegar a Estados Unidos. Sus primos le completaron los 4.000 dólares que les cobró un coyote para llevarlos hasta suelo americano.

Cinco días después de estar detenidos, las autoridades migratorias los soltaron a los tres. La primera noche en territorio estadounidense durmieron detrás de un centro comercial en la ciudad El Paso en Texas y, al día siguiente, un amigo les abrió las puertas de su casa. A partir de ese momento empezaron una nueva vida.  

“Me contrataron en una fábrica de gorras. Allí casi todos los empleados somos venezolanos o mexicanos y no tenemos papeles aún. Trabajo 12 horas diarias, los 7 días de la semana. Sé que en este país hay que trabajar duro, pero la calidad de vida está garantizada, aunque el precio que pago por estar aquí es alto, pues no sé si vuelva a abrazar a mi mamá”.

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