Después de dos meses de salir de Lima, capital de Perú, Richard volvió a su país natal. Lo peor que vivió durante esta travesía no fueron las largas caminatas ni el miedo a contagiarse de COVID-19, sino lo que él mismo denomina una “detención forzada”. Se trata de su permanencia en un refugio de San Antonio del Táchira, que se prolongó durante más de un mes. Allí fue víctima de agresiones por parte las Faes, que dejaron huellas en sus costillas y piernas

Por: Pola Del Giudice y Lidk Rodelo

Para Richard, un joven mirandino de 21 años de edad, el 2 de septiembre de 2020 significó la fecha que terminó el castigo de 67 días en aislamiento desde que decidió regresar a su país con tres amigos, con quienes estaba en la ciudad de Lima, capital de Perú, intentando comenzar una nueva vida.

Richard, nombre ficticio para proteger su identidad, ya no recuerda con exactitud qué día llegó a la ciudad de Cúcuta en Colombia, con el propósito de cruzar el Puente Internacional Simón Bolívar, en el estado Táchira, y viajar unos 1.500 kilómetros para dormir en su casa en Guarenas, estado Miranda. Lo que no olvida son los 33 días que pasó en un refugio en la población fronteriza de San Antonio del Táchira.

Regresar a su país significó para Richard estar aislado 20 días en Cúcuta, otros 33 en Táchira y los últimos 14 en Guarenas. Le hicieron siete pruebas rápidas de diagnóstico e hisopados y en todas resultó negativo al COVID-19; sin embargo, eso no lo libró de lo que califica una detención forzosa en estos centros, a expensas de contagiarse con personas que sí estaban infectadas del virus pandémico.


Sé que las cosas están peor que como las dejé, eso me lo dicen todos, pero todavía no he visto nada, porque no había podido salir. Aunque tengo la certeza de que es así, porque ya son al menos cinco años en los que el país va en retroceso

Richard

110 hombres en un solo salón

En el poblado andino, a Richard lo alojaron en las instalaciones del gimnasio cubierto de San Antonio, un complejo deportivo dentro de una comunidad de tres barrios, que no tiene las capacidades mínimas para el hospedaje.

“No hay agua, ni luz”, destacó el joven, quien recordó que le daban agua potable con pastillas de cloro y nadie quería tomarla. “Preferíamos agua del chorro”, dijo.

En el lugar convivían 110 hombres en un solo salón. Todos dormían en colchones en el piso. Estaban separados de las mujeres. “Un concejal era el encargado de este centro, donde solo nos daban de comer una arepa del tamaño del tostyarepa, pasta blanca sola y arroz sin nada. A veces no comíamos en todo el día, esa comida caía mal en el estómago y se improvisó una cocina para nosotros comprar los alimentos en un almacén que montaron dentro del complejo y prepararlos en el salón”, comentó el repatriado para dejar en evidencia que el Gobierno miente cuando dice que en los centros de aislamiento se cuenta con lo necesario.

En el almacén del complejo deportivo un kilo de harina de maíz costaba Bs. 500.000 y el pan Bs. 200.000. “Sentíamos que estar ahí era pagar un castigo por habernos ido de Venezuela. Nos dijeron que serían 14 días, pero fueron 33. Mi familia me tuvo que mandar dinero para comer en ese mes. Gasté al menos Bs. 10.000.000 en comida en esa tienda que no era fiscalizada con los precios, ellos (en alusión a los encargados del refugio), tenían su monopolio”, recalcó.

Agresiones y detenciones

Una agresión por parte de las Fuerzas de Acciones Especiales (Faes) fue uno de los momentos más duros que vivió Richard durante los días de aislamiento en el estado Táchira. Una mañana el grupo de connacionales decidió protestar para que les permitieran seguir su camino a casa, pero la respuesta fue más represión.

“Sacamos los colchones, lo que enfureció a un coronel, quien nos amenazó. Cuando comenzamos a meterlos, llegaron los funcionarios de las Faes y todos corrimos. Nos golpearon y amenazaron. Hubo 30 detenidos. Los pusieron a hacer ejercicios y a arrastrarse en la tierra. También los agredieron físicamente y a las 12 horas los regresaron al refugio”, dijo.

Así transcurrió para Richard una semana más en el centro del estado Táchira. El 18 de agosto fue trasladado en un autobús Sitssa hasta la ciudad de Guarenas, en el estado Miranda. Allí cumpliría otros 15 días de aislamiento en el Hotel Puerta del Este, un centro privado tomado por la Gobernación del estado Miranda para los connacionales retornados.


Sentíamos que estar ahí era pagar un castigo por habernos ido de Venezuela. Nos dijeron que serían 14 días, pero fueron 33. Mi familia me tuvo que mandar dinero para comer en ese mes. Gasté al menos Bs. 10.000.000 en comida en esa tienda que no era fiscalizada con los precios, ellos (en alusión a los encargados del refugio), tenían su monopolio

Richard

La pandemia lo hizo regresar

En octubre de 2018, Richard se desempeñaba como funcionario en una entidad financiera de la banca pública en Venezuela. En aquel momento, el sueldo que ganaba sólo le alcanzaba para comprar medio kilo de queso y una mantequilla. Desde hacía varios meses le rondaba en la cabeza la idea de irse del país para ayudar a su familia. Después de conversar con unos amigos que lo recibirían en Colombia, preparó un maletín y partió junto a su hermano.

Dos meses después, los hermanos decidieron irse a Perú porque hasta ese momento las cosas en el vecino país no habían salido como esperaban. Una vez en Lima, los primeros seis meses fueron duros para Richard. «Trabajé como pintor, también en camiones descargando mercancía y vendiendo en los buses», relató.

A mediados de 2019 consiguió un empleo que le brindó estabilidad y comenzó a comprar enseres domésticos, enviaba dinero a su mamá en Venezuela y también ahorraba un porcentaje de cada quincena. Pero la tan anhelada estabilidad apenas duró ocho meses.

A mediados de marzo, tres semanas después de la llegada del coronavirus al Perú, el Gobierno ordenó el confinamiento y Richard, al igual que otros venezolanos, se quedó sin trabajo. «Estuvimos tres meses encerrados, viviendo de las reservas”.

Richard residía en un anexo junto a otros cinco amigos venezolanos en la ciudad de Lima. Todos estaban sin empleo y la dueña de la casa les había dado un ultimátum, por el retraso en el pago del arriendo.

«Decidimos irnos una noche a principios de junio, a las dos de la madrugada, para que la señora no nos reclamara». A esa hora emprendieron el viaje de regreso a Venezuela, caminando hacia la frontera con Ecuador. Debían ahorrarse el gasto más mínimo.

La travesía

Viajar desde Perú, pasando por Ecuador y Colombia hasta llegar a Venezuela, caminando, es una travesía inimaginable para quienes no han hecho el recorrido que, en autobús, es de aproximadamente seis días. Sin embargo, la suerte acompañó a Richard y a sus amigos y ahorraron muchos pasos.

Los seis muchachos venían con algo de nostalgia por lo dejado atrás, pero con la emoción de reencontrarse con la familia, lo que les ayudaría a llenarse de fortaleza para volver a empezar desde cero.

«Dentro de Perú conseguimos una cola en una gandola y en Ecuador también nos llevó un camión en un trayecto de cinco horas, aproximadamente», comenta y agrega que siempre alguien les tendió la mano con comida y hasta dinero, lo que les permitió pagar varios pasajes.

Una vez en Colombia, Richard se separó del grupo. «Intenté probar suerte cerca de Medellín, pero no me salió ningún trabajo y en pocos días decidí continuar».

Ganas de salir adelante

Con el deseo de regresar a su casa y abrazar a su mamá, Richard salió del hotel sanitario en Guarenas, el 2 de septiembre, tras cumplir su última cuarentena.

Aún no conoce la realidad actual de Venezuela. Por ejemplo, en 2018 la gasolina no era un problema en la región capital y el agua abundaba en las tuberías de Guarenas. «Sé que las cosas están peor que como las dejé, eso me lo dicen todos, pero todavía no he visto nada, porque no había podido salir. Aunque tengo la certeza de que es así, porque ya son al menos cinco años en los que el país va en retroceso», argumenta.

A pesar de las adversidades para regresar, las noches sin dormir, la poca comida, los días sin bañarse por la falta de agua y de los golpes que le dieron los funcionarios de las Faes, los cuales todavía recuerda con un poco de dolor en sus costillas y piernas, Richard tiene un fuerte deseo de ponerle ganas a la vida y salir adelante, sin que los problemas actuales lo detengan.

«Tengo varias cosas en mente. Me gusta la cocina, mi papá en vida fue chef y mi mamá es asistente de chef, pero también tengo un amigo que es gandolero y necesita un ayudante. Por algo debo empezar, pero en un futuro me veo con un sueño que tengo en mente: quiero ser tatuador profesional y tener mi propio estudio de tattoo», concluye Richard antes de adentrarse en la piel de esta sufrida Venezuela, en medio de la pandemia.

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