Los atropellos de Daniel Ortega contra candidatos opositores y la prensa escandalizan al mundo, pero no son nuevos ni probablemente serán los últimos. Más bien forman parte del modelo autoritario en el que ya tienen historia Putin en Rusia, Erdogan en Turquía y, por supuesto, Chávez y Maduro en Venezuela

Por: Víctor Diusabá

Daniel Ortega andaba ya desde 2018 en el filo de la navaja por sus violaciones a los derechos humanos y sus abusos de poder. Ahora, en menos de dos semanas, sus decisiones han logrado lo que parecía imposible: empeorar aún más su desprestigio y el rechazo en su país y en el mundo. 

Lo logró tras poner presos a sus competidores en las elecciones presidenciales previstas para el 7 de noviembre y a viejos compañeros de lucha sandinista. Sin rubor alguno, ordenó a su poder judicial detener, con acusaciones nebulosas de tinte político, a los candidatos Cristina Chamorro, Arturo Cruz y Félix Maradiaga Blandon, lo que los inhabilita para participar en los comicios.  Como si fuera poco, en la redada cayeron personas cercanas suyas en la lucha revolucionaria como Dora María Téllez, el general en retiro Hugo Torres y el ex vicecanciller Víctor Hugo Tinoco.

Ortega sigue adelante en su camino hacia convertirse en otro dictador en la tormentosa historia de Nicaragua, al estilo de la dinastía de los Somoza, la misma que ayudó a derrotar con el triunfo de la Revolución Sandinista en 1979. 

Paradójicamente, ha adoptado al detalle las prácticas somocistas. La primera, mentir y obligar a hacerlo a quienes están bajo su mando. Por eso, sus tribunales de bolsillo acusan a los detenidos de “gestión abusiva y falsedad ideológica en concurso con lavado de dinero, bienes y activos”; “atentar contra la sociedad nicaragüense y los derechos del pueblo” y “delitos de desestabilización, proponer bloqueos económicos y aplaudir la imposición de sanciones contra el país” y otros cargos más, que llegan por si acaso hasta “traición a la Patria”.  Como dice José Manuel Vivanco, director de Human Rights Watch para las Américas, «en los últimos 30 años nunca había visto algo así».  

Aunque en realidad los abusos de hoy solo continúan una vieja política de represión y violencia oficial. En 2018, sin elecciones de por medio, ya Ortega cruzaba la línea que separa el Estado de Derecho del autoritarismo. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos CIDH, entre abril de 2018 y septiembre de 2019 contabilizó 328 personas muertas, centenares de presos políticos y miles de exiliados por la acción represiva de las Fuerzas armadas y grupos paramilitares. La Organización de Naciones Unidas (ONU) y la Organización de los Estados Americanos, (OEA), coinciden en que el gobierno de Ortega ha cometido crímenes de lesa humanidad. 

“Por eso, en Nicaragua hay miedo, mucho miedo”, le dice a CONNECTAS una persona en Managua que precisamente por esta situación pide omitir su nombre. El hombre describe lo que ve hoy en las calles de la capital.  “La gente no aguanta más, pero no se atreve a salir a protestar. Desde 2018 este es un Estado policivo que incurre en abusos con sus propias fuerzas o con estructuras parapoliciales o paramilitares”.  

La Iglesia, en un país mayormente católico, ha expresado también su rechazo a las permanentes violaciones a los derechos humanos. Quizás por ello, tampoco escapa a las amenazas. Las paredes de los propios templos muestran pintadas de advertencia a sacerdotes que se han atrevido a denunciar los atropellos.

El sector privado prefiere no hablar luego que por años disfrutaron un idilio con Ortega bajo la controvertida figura de “diálogo y consenso”, como lo reportó CONNECTAS. Participar en el paro de 2018 les representó a las empresas represalias traducidas en multas y sanciones.  Pero, además, es tiempo de vacas flacas por la crisis social que venía, y la estocada de la pandemia. El Banco Mundial (BM) pronostica para este año cifras de crecimiento de menos 2,5 por ciento, lo que significa, dice esa institución, “un alto al progreso logrado en la reducción de la pobreza desde 2005”. 

Ortega podrá ahora achacar ese desplome a la pandemia o a los huracanes Eta e Iota. Pero las causas también pasan, como recuerda el Banco Mundial, por “los cierres voluntarios del sector privado, las salidas de capital, la pérdida de puestos de trabajo y la caída del turismo”. A eso se suma la fuga de ya casi 100 mil nicaragüenses –la mayoría de ellos jóvenes– que han preferido probar suerte en Europa, Estados Unidos, Costa Rica o Panamá.

Conocedor de ese fenómeno migratorio y de sus costos en favorabilidad, Ortega intenta ocupar de alguna manera a los que se quedan. Una de ellas es convertirlos en integrantes de las juventudes del Frente Sandinista de Liberación Nacional, a los que paga para distribuir mercados mensuales de unos 30 dólares a la población adulta mayor y a familias en extrema pobreza. A su vez, esos mismos jóvenes hacen rondas de control político con ojos y oídos atentos al menor detalle de rebeldía.

Esas acciones parecerían señalar el desespero de un gobierno cada vez más a la baja en imagen. A mediados del año pasado tres de cada cuatro ‘nicas’ consideraban que el país iba «por el rumbo equivocado» (CID Gallup). Pero hay quienes consideran que las actuales medidas extremas, como poner presa a la oposición, obedecen a un viejo plan.

“Esto, porque no se le puede llamar de otra forma, es una dictadura forjada sigilosamente desde mucho tiempo atrás”, comenta desde el anonimato un analista político local.  “Ortega pasó de ser el hombre de la revolución, de los que decían que hay que gobernar con los de abajo, al tipo que luego, ya en el poder o mediante componendas con otros sectores, fue cooptando todo aquello que le garantizaría hacerse al absolutismo”.  “Tras alcanzar la presidencia por primera vez en 2006, cuando mostró su habilidad política, se propuso echar mano del poder judicial, de la Policía, convertida en una guardia pretoriana y de las Fuerzas Armadas, un Ejército que le sirve de aliado más allá de lo institucional”.

Pero su ‘somocismo’ no se queda ahí: el nepotismo del presidente y de la vicepresidenta, su todopoderosa esposa Rosario Murillo enseñan que, a la mejor usanza de los Somoza, gobernar es simple cuestión de familia.  Así lo retomó en abril el diario El País de Madrid. “Los ocho hermanos Ortega Murillo que viven en Nicaragua tienen rango de asesores presidenciales, controlan el negocio de la distribución del petróleo y son beneficiados con contratos estatales. Solo entre 2018 y 2019, el emporio mediático y publicitario de los hermanos percibió 936.000 dólares por contratos oficiales.” 

En otro frente abierto por Ortega y los suyos, el de acallar la prensa, los ataques no cesan, al mando de la propia Rosario. Los zarpazos van desde encarecer las cargas fiscales del papel para hacer inviables los medios impresos, hasta manejar en forma amañada las licencias de radio y televisión para sacar del mercado a quienes incomoden.

En el escenario mundial

¿Quién le pone el cascabel al gato?, se preguntan los nicaragüenses. “Nosotros no sabemos, pero lo que sí nos sorprende es la inacción de la comunidad internacional. Como sucedió durante tantos años de abusos sin control del somocismo, la reacción ha tardado y falta saber si las últimas sanciones y declaraciones servirán de algo”, dice uno de ellos. Se refiere a las medidas de Estados Unidos contra algunos allegados y funcionarios de alto nivel del orteguismo.

La ONU por su parte rechazó “la persecución y detenciones de opositores al gobierno (y) aspirantes a puestos públicos” e instó a las autoridades del país a restituirles sus derechos políticos y a respetar las leyes internacionales de derechos humanos”.  Días antes, Luis Almagro, secretario general de la OEA, advirtió que la situación de Nicaragua tiene otro nombre. En entrevista con CNN dijo que “el ejercicio del poder en Nicaragua no se ajusta al Estado de derecho democrático (…) está deslegitimado por esta circunstancia y que, por lo tanto, es necesario tomar acciones que estén en consonancia con el artículo 21 de la Carta Democrática Interamericana”. Y aceptó que “si cuando el ejercicio del poder no se hace de acuerdo al Estado de derecho democrático, (eso) es una dictadura”.

El martes 15 de junio el Consejo Permanente de la OEA condenó las “detenciones arbitrarias” de Ortega, con el voto de 26 países. Solo votaron en contra la propia Nicaragua, San Vicente y Granadinas y Bolivia, mientras se abstuvieron Argentina, México, Honduras, Belice y Dominica.  Esa mayoría permitiría aplicar la Carta Democrática Interamericana para suspender a Nicaragua de ese sistema multilateral.

Pero para muchos, Ortega podría tener eso contemplado con base en otras probables solidaridades que, a la larga, quizás le resultarían más significativas.  En esa lista aparece Vladimir Putin. Hace apenas dos años, en un mensaje desde Moscú, el presidente ruso dijo: “Nicaragua siempre puede contar con la ayuda de Rusia” en medio del aniversario 40 de la revolución sandinista.    

En segundo lugar, aparecería la República Popular China, tan interesada en los últimos años en América Latina.  Además, dicen algunos analistas, el Gran Dragón jamás ha enterrado del todo su viejo interés por un canal interoceánico en territorio ‘nica’, proyecto hoy en pausa.  

En todo caso, Ortega ya corresponde exactamente al modelo de gobierno autoritario que favorecen esos dos actores geopolíticos. Es la nueva cartilla que siguen los llamados gobiernos iliberales, que se arropan de formas democráticas, en especial en lo que tiene que ver con elecciones, pero que no garantizan libertades civiles ni permiten fiscalización.  Tal como va, se trataría de un caso más de lo que Sergei Guriev, del Instituto de Estudios Políticos de París, y Daniel Triesman, de la Universidad de California,  llaman “democracia revolucionaria”, una nueva escuela de dictaduras. 

Se trata, dicen ellos, “de una nueva marca de gobierno autoritario (…) adaptado a la era de los medios de comunicación global, la interdependencia económica y la tecnología de la información”. Son dictadores “que concentran el poder, reprimen a la oposición, eliminando los controles y equilibrios, mientras hacen uso de casi cualquier violencia”. 

Aparte, “amenazan con cambiar el orden mundial a su imagen, sustituyendo los principios de la libertad y la ley con el cinismo y la corrupción”. No necesitan de golpes de Estado, porque llegan luego de ganar elecciones en las que, sorprendentemente, ganan sin tacha. Guriev y Triesman recuerdan que cuando  Hugo Chávez ganó en 1998, los  observadores internacionales calificaban esos comicios como los más transparentes de la historia de Venezuela.

Así, Daniel Ortega ya avanza en el camino de cumplir los requisitos para seguir en la lista a regímenes de última generación como Vladimir  Putin (Rusia), Viktor Orban (Hungría), Recep Tayyip Erdogan (Turquía), Aleksandr Lukashenko (Bielorrusia) Mahathir Mohamad (Malasia) y Hugo Chávez y, luego, Nicolas Maduro (Venezuela). 

Las cosas para Nicaragua serían más fáciles si Ortega decide permitir el regreso de las libertades, y con ellas, el de la democracia. Una opción remota, así como la de que admita que tarde o temprano deberá responder ante los suyos y ante la justicia transnacional por los crímenes de Estado que han salpicado su paso por el poder.

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