En personas que antes de la pandemia no requerían atención profesional, el confinamiento y la crisis económica despertaron emociones como angustia y ansiedad hasta llevarlas a la depresión. Aumentaron las consultas psiquiátricas y los pensamientos suicidas. El consumo de alcohol y las drogas, legales e ilegales, aparecieron como refugio para anestesiar ese sufrimiento
Clara Scalise entró, en cuestión de semanas, en un túnel doloroso aun sin haberse contagiado del coronavirus. Su mundo se convirtió en una cama, un pijama y un enjambre de ideas que solo la hundía más y más. Igual que tantas otras personas en Latinoamérica, la argentina había caído en una profunda depresión casi sin darse cuenta. El confinamiento la encontró tan sola, angustiada y desmotivada como nunca antes. A los 22 años, ya no tenía esperanzas de encontrarse con su novio, que vivía en Inglaterra, porque las fronteras estaban cerradas. Ya no tenía razón para cursar Ciencia Política en la facultad.
“Estaba tirada en mi cama, dormía todo el día. Pasaba de comerme todo a no poder comer. Lloraba desconsoladamente, sin saber por qué. En ese momento tratas de encontrar las razones para arreglar la situación, pero me di cuenta de que no podía encontrar el porqué de todo. Mi situación explotó en junio de 2020, cuando estuve un día entero llorando; una vez que empezaba no paraba de llorar. No tenía un minuto de paz emocional. Trataba mal a todo el mundo, estaba de muy mal humor”, relata.
Su madre encaminó la cura de su sufrimiento: cambió sus sesiones con un psicoanalista por un médico psiquiatra. En la primera consulta, “lloraba desconsoladamente, no podía expresarle nada de lo que pensaba”, recuerda. El doctor le recetó antidepresivos para estabilizar sus emociones, un tratamiento que duraría ocho meses. “Me daba miedo porque la gente habla como si estuvieses loco. Me daba vergüenza”. El efecto fue inmediato. Horas después de empezar a tomar la medicación, Clara contó dos días seguidos sin lágrimas.
La salud mental, ese tabú que históricamente ha sido ignorado, se deterioró como nunca antes por la pandemia. El encierro, la soledad y el miedo a la muerte ocasionados por el COVID-19 agravaron la situación de muchos pacientes que, como Clara, antes podían contener su angustia y su ansiedad con atención psicológica. El encierro fue el disparador de un sufrimiento que está dejando sus secuelas en millones de latinoamericanos que iniciaron tratamientos psiquiátricos y en otros que, por ejemplo, encontraron refugio en el alcohol o en las drogas ilegales.
El fenómeno atraviesa todo el continente. Como reflejo de esta tendencia, las atenciones psicológicas aumentaron en Venezuela, Perú y Argentina, según datos recolectados para este reportaje colaborativo. Las consultas por problemas mentales, ya sean personales o telefónicas, crecieron un 259 % en Venezuela durante 2020, en comparación con el año anterior, según cifras del Servicio de Psicología Acompañando en el Dolor. El aislamiento obligatorio desató una subida de los trastornos mentales en Argentina, que saltó del 4,8 al 8,1% en los meses de confinamiento, según un estudio de la Universidad de Buenos Aires. La tendencia también se notó en Perú, donde crecieron un 5 % las atenciones psicológicas. Y en Chile, las licencias médicas por trastornos mentales aumentaron un 36 %.
Pero más allá de los datos oficiales, la sensación de malestar, angustia y desasosiego ocasionada por el escenario pandémico se visibilizó en las encuestas a las clases medias urbanas latinoamericanas. El 56 % de los chilenos, por ejemplo, aseguran que su salud emocional ha empeorado por las nuevas condiciones de vida que impone el COVID-19. Y el 43 % de los argentinos sostienen que, después de la larga cuarentena, necesitan tratamiento psicológico para seguir adelante.
“Cada uno llevó la pandemia a su manera. Algunos la usaron para hacer gimnasia en la casa, otros de la nada se convirtieron en artistas, otros se pusieron una huerta y les fue bárbaro. Yo, mientras tanto, estaba sentada en pijama, no me bañaba hacía tres días, mirando todo esto en el teléfono. Pero lo que veía en Instagram no es la realidad de nadie. Eso lo aprendí a duras penas. Yo veía todo en las redes y decía: ‘No puede ser que todos estén viviendo la vida loca, genial, hermosa, maravillosa y yo realmente estoy muriendo por dentro’. Ahora, mirando para atrás, me doy cuenta de que en realidad mucha gente la pasó mal”, relata Clara.
Humberto Castillo Martell, director del Instituto Nacional de Salud Mental de Perú, define estos meses de restricciones y falta de libertades como “una situación crítica de adaptación” a la nueva realidad. Es el motor de un sufrimiento masivo sin precedentes en la región.
“Las personas que estaban teniendo un buen nivel de vida de pronto se vieron afectadas por estas grandes pérdidas de trabajo, por la pérdida de seres queridos, por el encierro y la soledad. En ese proceso se genera mucho sufrimiento porque requiere volver a adaptarse, volver a recuperar su seguridad, lo cual es ciertamente difícil”, explica el experto en salud emocional. “Son procesos adaptativos muy largos y muy dependientes, tanto de las condiciones psicológicas de las personas como de las condiciones externas”, concluye.
El contexto impuesto por la pandemia y las respuestas políticas tomadas en Argentina profundizaron el malestar de Clara. El presidente Alberto Fernández decretó, el 20 de marzo de 2020, un período de aislamiento obligatorio que se extendió por más de ocho meses. Durante ese lapso, los argentinos solo tenían permiso oficial para hacer compras básicas cerca de su hogar. Las salidas recreativas para adultos estaban prohibidas. No había ningún tipo de contacto social presencial.
En tanto, las restricciones sociales impuestas en Brasil afectaron a Naila Cubas, analista financiera de 34 años. Su cabeza no ha vuelto a ser la misma desde que el coronavirus llegó a nuestro continente. Ya no es esa profesional proactiva que amaba los viajes y que iba al gimnasio todas las semanas. “La privación de libertad, el miedo al virus, la incertidumbre sobre el trabajo, el alejamiento de los amigos y familiares, todo contribuyó al desarrollo de esta enfermedad”, asegura. Naila es otra de las latinoamericanas diagnosticadas con depresión. Meses después, tras haberse aplicado la vacuna y ya más cerca del final de la pandemia, cree que su salud mental mejorará al retomar lentamente la rutina, pero no está segura de que vuelva a ser igual.
Adicciones, al alza
Un peruano de 62 años que prefirió el anonimato creyó tener cáncer, gastritis y fibrosis, pero los exámenes médicos descartaron estas y cualquier otra dolencia. Simplemente, había somatizado todos los síntomas a lo largo de sus meses de encierro. El miedo a la muerte que despertó la pandemia exacerbó su tendencia hipocondríaca hasta afectarlo psicológicamente. Su diagnóstico inicial fue ansiedad y depresión. Ya lo vacunaron, pero aún teme salir a la calle y llora. Hay días en que se siente mejor y se convence de que todo está en su mente, aunque no sabe cómo manejarlo solo.
Como este caso o el de Naila en Brasil son muchos los latinoamericanos que perciben daños irreparables en su salud emocional. El 30 % de los colombianos, por ejemplo, presenta síntomas de ansiedad y depresión, según una encuesta del Ministerio de Salud de ese país. Y el 6 % de los consultados confiesa haber tenido pensamientos suicidas.
“Las repercusiones de la pandemia sobre la salud mental fueron alarmantes. Distanciamiento, falta de contacto con seres queridos, trabajos desde el hogar, desempleo, hijos sin concurrir a las escuelas, pero con clases virtuales en las casas… son algunos de los tantos cambios que sufrió la clase media, que trató de adaptarse no sin consecuencias emocionales. Se vieron muchos miedos, preocupaciones, incertidumbres, estrés, situaciones de cambio y crisis”, cuenta Gerardo Zapata, vicepresidente de la Federación Argentina de Cardiología.
“Esta situación favorece el uso de alcohol, tabaco y otros tipos de drogas. Fue muy importante el apoyo de grupos de ayuda y/o autoayuda, contacto con seres queridos, amigos, actividad física periódica y, sobre todo, asistencia profesional”, agrega el médico argentino.
Amanda Cavalcanti, brasileña, 28 años, no había puesto ni una gota de alcohol en su boca durante dos años, pero la bebida se volvió su compañera durante más de un año de encierro en su hogar de Recife. El aburrimiento de días y días sin salir de su casa la empujó al consumo. “Logré contenerme los primeros meses. Luego comencé a beber los sábados y domingos. Y ahora bebo al menos cinco días de la semana, generalmente al final del día”, sostiene. A medida que deja el alcohol, ella percibe casi de inmediato los cambios positivos en su salud.
Amanda Cavalcanti, estudiante de Análisis del Desarrollo de 28 años, vive en Recife, Brasil. El aburrimiento ocasionado por el encierro la llevó a retomar la costumbre de ingerir alcohol en pequeñas cantidades | Fotografía: Gildson Luiz
Un estudio de la Organización Mundial de la Salud reportó, como ocurrió con Amanda, que el consumo de alcohol bajó en los primeros meses de pandemia en la región, pero luego la tendencia aumentó hasta superar los niveles de 2019.
La historia de Amanda ilustra la tendencia que se da en Brasil, donde el consumo per cápita de alcohol creció de 60 litros anuales en 2019 hasta 62,6 litros en la pandemia, según una encuesta de Euromonitor.
Ese crecimiento también se dio en Argentina a medida que se estiraba la cuarentena. En la primera semana de restricciones, un 37 % de los consultados aseguraba que bebía, de acuerdo con una encuesta de la Universidad de Buenos Aires. Casi dos meses después, un 41 % de los encuestados tomaba alcohol con frecuencia. Y después de un trimestre completo de encierro, ese número trepó al 54 %.
El alcohol ha sido la sustancia aceptada socialmente que más se ha usado para anestesiar el sufrimiento durante los últimos 18 meses, pero no la única. Aunque más difícil de medir por su ilegalidad, también habría crecido el consumo de sustancias psicoactivas como la marihuana y la cocaína. Chile notificó un aumento de las muertes por sobredosis: fueron 60 fallecimientos en 2020, un 20 % más que el año anterior. La tendencia es preocupante para 2021: si se mantiene el promedio mensual actual, las muertes podrían ser 78 este año, de acuerdo con una proyección realizada para este reportaje basada en los datos oficiales recabados hasta junio.
Las reservas sobre el uso de medicamentos psiquiátricos han sido un escollo para tratar las enfermedades mentales. Lo sufrió Clara, que aún recuerda esos días infernales. “No sabía qué esperar de los antidepresivos. Tenía miedo porque a mucha gente le daban síntomas horribles. No te arreglan la vida, no te hace feliz, pero te estabilizan las emociones. Los antidepresivos me tiraron una soga y la usé para salir. Yo sabía que todas las mañanas los tomaba y que todas las noches tomaba otra pastilla para dormir. Eso me creó una rutina que es lo que desde que empezó la pandemia no tenía”.
La soga funcionó para Clara, pero no resolvió completamente su problema. Ocho meses después, la joven argentina dejó de tomar antidepresivos, pero todavía le cuesta salir con amigas, reinsertarse en los ambientes que frecuentaba antes del COVID-19. Se siente insegura de pensar cómo la van a ver porque subió de peso y, además, no sabe cómo comportarse. “El hecho de juntarme con gente me da pánico. Estoy incómoda socialmente”.
Pero Clara también mira el medio vaso lleno de su paso por la depresión: “De toda esta experiencia me llevo herramientas. Escribir, por ejemplo, ahora me ayuda mucho a ordenarme”, concluye.
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