La crisis climática mundial tarde o temprano pondrá el foco en la responsabilidad de los gobiernos. ¿Qué están haciendo los países al respecto?
Por: Leonardo Oliva*
¿El clima mundial se volvió loco? Esta pregunta no resulta absurda ante la copiosa nevada que cayó en una veintena de ciudades del sur de Brasil a fines de julio; también la histórica sequía que afecta, no muy lejos de allí, al estado más rico del país, Sao Paulo. Incluso hay que anotar en esta lista de “locuras climáticas” el bajísimo nivel en Argentina del río Paraná, la principal vía fluvial de las exportaciones nacionales. Todo esto mientras en Europa central pueblos enteros quedaban sepultados bajo el agua en Alemania y Bélgica, en las inundaciones más grandes desde que existen registros.
Pero estos y otros desarreglos ambientales no provienen de una inesperada insanía del planeta sino, claramente, de un lento y previsible deterioro por la sobreexplotación de sus recursos. Algunos describen el fenómeno como un apocalipsis digno de las películas de catástrofe, solo que en estas los desastres ocurren de un momento a otro, y en la vida real son casi imperceptibles por lo paulatinos. En esta historia, donde la realidad supera a la ficción, Latinoamérica tiene un papel protagónico por el peso de sus ecosistemas en el planeta a nivel global.
En el contexto mundial, nuestra región representa el 13,5 por ciento de la superficie emergida, es decir de la habitable por el ser humano. En ella se cuenta un tercio de las reservas de agua dulce, una quinta parte de los bosques naturales, el 12 por ciento de los suelos cultivables y abundante biodiversidad y ecosistemas de importancia climática global, como el Amazonas. También cuantiosos recursos ligados a los sectores de la minería y los hidrocarburos, según un informe que la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) hizo en 2014.
Toda esta riqueza está en peligro por la emergencia del cambio climático, que prende las alarmas de los gobiernos latinoamericanos sin que éstos atinen a atenderlas. La prioridad de los Estados, por ahora, parece ser seguir explotando minas, pozos petroleros, acuíferos, selvas y tierras cultivables en busca de las divisas que ni la industria ni los servicios traen en estos tiempos de hipercompetitividad global.
Es lo que la economista colombiana Alicia Puyana Mutis llama “neoextractivismo”, una nueva apuesta de los países latinoamericanos por los recursos de sus suelos en función de una prosperidad falsa. La investigadora de FLACSO México explicó a CONNECTAS que “el neoextractivismo profundiza la estrategia reformista y la inserción de las economías latinoamericanas en el comercio internacional, primero, al abrir a las inversiones privadas recursos que no lo estaban: las tierras baldías o de propiedad comunitaria, el agua, la electricidad y recursos, como el petróleo y el gas, propiedad de la nación y de producción reservada a entes estatales exclusivamente o en asociación con privados; segundo, al reducir los impuestos, liberalizar el intercambio y otorgar a las inversiones externas concesiones para la agricultura, la silvicultura y la minería”.
El duelo extractivismo versus sustentabilidad ambiental se inclina por ahora hacia la primera opción en países como Brasil. Allí, bajo la presidencia de un negacionista del cambio climático como Jair Bolsonaro, el Amazonas, el gran pulmón verde del planeta, ha sufrido la mayor deforestación de las últimas dos décadas, según datos del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales (INPE). En los dos últimos años (en plena pandemia de la Covid), la pérdida total de cobertura vegetal ascendió a 11.088 kilómetros cuadrados, un 9,5 por ciento más que en el período anterior.
Con estas tristes cifras, está claro que el planeta no se volvió loco. El loco es su mayor depredador, el ser humano, único culpable de fenómenos como la mayor sequía en un siglo en el noreste del estado de Sao Paulo. “Si miramos la tendencia a largo plazo de los caudales de los principales ríos de la región, hay un incremento (de la sequía) que podría atribuirse en algún grado al cambio climático”, analiza el climatólogo argentino Juan Rivera, quien encuentra una relación entre los fenómenos ambientales que afectan al Brasil y la Argentina. “Si vamos a la componente antropogénica (humana), la deforestación, incluso en cuencas remotas como la del Amazonas, favorecería la disminución en las lluvias en la región de la Cuenca del Plata. El manejo del agua asociado a las represas también afecta la variabilidad del río Paraná”, completa el doctor en Ciencias de la Atmósfera y los Océanos de la Universidad de Buenos Aires en conversación con CONNECTAS.
Aunque no al nivel de Bolsonaro, el presidente argentino Alberto Fernández tampoco tiene en su agenda la emergencia ambiental. De hecho, el río Paraná tiene hoy el nivel más bajo en 70 años, lo que ha paralizado las exportaciones de granos (principal fuente de divisas del país) y hasta encallado a un gigantesco carguero, en un caso similar al del Canal de Suez. Pero ni siquiera eso ha llevado al mandatario a actuar en consecuencia pese a que un informe publicado en julio por un organismo del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación alertó por la “sequía extrema” (la segunda categoría más grave) en el noroeste del estado de Sao Paulo. Ese documento oficial también afirma que “no hay expectativas de que la actual crisis hídrica mejore en los próximos tres meses”.
Fernández, como sus pares en la región y en el mundo, tiene otras prioridades tras un año y medio de pandemia que ha provocado una caída estrepitosa de la economía. Una que afecta sobre todo a los latinoamericanos por sus habituales dificultades para tomar el camino del desarrollo. Perú es otro ejemplo: en mayo, un grupo de chamanes realizó un ritual ancestral para pedirle a la Madre Tierra el triunfo de Pedro Castillo en las elecciones presidenciales. Sin embargo el 1 de agosto, cuando los pueblos originarios de América celebran el Día de la Pachamama, el recién posesionado presidente (él mismo de origen indígena) no dijo una sola palabra sobre la necesidad de preservar el medio ambiente en su país, donde la minería extractivista representa el 20 por ciento de los ingresos fiscales.
Quien sí ha asumido un liderazgo para priorizar la defensa ambiental es el papa Francisco. En mayo de 2015, el pontífice argentino emitió su ya famosa encíclica Laudato Si, donde demostró su sensibilidad ante el cambio climático justo cuando las principales potencias negociaban en París un acuerdo para limitar el aumento de la temperatura y evitar así una catástrofe climática en este siglo. Ahora, el papa anunció que participará en la Conferencia de la ONU sobre Cambio Climático en noviembre en Glasgow. Busca presionar en persona a los líderes mundiales para que implementen acciones urgentes contra el calentamiento global.
Este fenómeno ya lleva varias décadas de largo debate y análisis, pero poco y nada se ha hecho más allá del acuerdo de París de 2015, que le puso un límite de 2 grados al calentamiento. Es decir, más que una cura, un termómetro para el enfermo. Pero ese paciente se sigue agravando, con Latinoamérica como uno de sus órganos más afectados. Hace poco circuló un mapa del experto indio-estadounidense Parag Khanna que plantea un escenario catastrófico: a este paso, para fin de siglo la temperatura global habrá aumentado en 4 grados, lo que transformaría en gran parte a nuestra región en un desierto inhabitable.
Rivera, que no es muy optimista al respecto, opina: “Sabemos que la suba de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) como consecuencia de la quema de combustibles fósiles es la principal causa del incremento en la temperatura del planeta y la consecuente modificación de la dinámica de la atmósfera. Con lo cual, los cambios tendrían que comenzar por ahí. La evidencia científica es clara, pero hace falta un compromiso de las naciones para que los cambios sean una realidad y no una promesa en una negociación”.
Pero como ser optimista si la luz de alerta año por año se enciende cada vez más temprano: en 2021, el planeta terminó el 29 de julio de consumir los recursos previstos para estos doce meses. Es decir, viviremos el 40% por ciento que resta en sobregiro, gastando los recursos de las generaciones futuras.
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